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Consagrado y Purificado

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Un estudio de la palabra “santificación” revela su naturaleza dual.

de un sermón por Darrel Lee

Servimos a un Dios santo y en el Libro 1 de Pedro, encontramos un impresionante comando: “Sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:15-16). El Apóstol Pedro parece citar del Libro de Levítico del Antiguo Testamento, donde encontramos las mismas palabras, “Seréis, pues, santos, porque yo soy santo” (Levítico 11:45).  ¡Se nos llama a ser santos como Dios es santo!

A menudo en las Escrituras, las palabras “santificado” y “santo” son sinónimos; pueden intercambiarse. Cuando la Biblia hace referencia a la santificación, está hablando de uno de dos aspectos. Primero, puede indicar separarse de los demás—al estar consagrados o dedicados a Dios para Su uso. O, puede significar ser purificados—hacerse santos, erradicar la naturaleza carnal o pecaminosa.

Separarse de los demás, consagrarse a Dios y dedicarse a Su servicio, no conlleva una calidad moral en sí. El santuario donde adoramos juntos ha sido santificado en ese sentido. Ha sido dedicado o consagrado para el uso de Dios. Los bancos del altar que se alinean en la parte delantera de nuestro santuario son sagrados. Las bancas donde se sienta la congregación son santas; han sido consagradas a Dios y a Su servicio. El micrófono frente al púlpito ha sido santificado. Ha sido dedicado a la gloria de Dios. Por lo tanto, ¿cómo es posible que los objetos puedan ser santos? No existe capacidad en un micrófono o en una banca o en un altar para hacer el bien o el mal. Si el micrófono deja de funcionar, no ha hecho nada malo; no tiene esa capacidad. Pero estos objetos aún pueden ser santificados—pueden dedicarse a Dios.

Cuando el Tabernáculo en la tierra salvaje iba a ser dedicado, se dio el comando de ungir el altar de la ofrenda quemada y todas sus vasijas. Leemos, “Así los consagrarás, y serán cosas santísimas” (Éxodo 30:29). Dios dijo, “Santifica el altar. Deseo que dedica ese altar, separándolo de los demás para Mi propósito. Y ese altar será santo”. Cuando se levantó el Tabernáculo, Moisés lo untó de acuerdo a las instrucciones de Dios—lo santificó, junto con todos los instrumentos, el altar y las vasijas. Los separó de los demás. Dijo, “Desde este día en adelante, estos objetos serán consagrados para ser usados para la gloria de Dios”.

Más temprano en el Libro del Éxodo, encontramos otro ejemplo de un lugar en particular que fue declarado santo. Cuando Moisés estaba cuidando a las ovejas en el desierto, vio un arbusto ardiendo y escuchó una Voz que le dijo, “No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” (Éxodo 3:5). ¡Tierra santa! Considérenlo por un momento. ¿Qué era esa parcela de tierra? Era suciedad, igual que el resto del área alrededor de ella. Tenía gusanos—vivos y muertos. Las ovejas caminaban sobre ella, así como seguramente también los hombres. Pero Dios dijo que esa sección en particular de tierra era santa. Había sido santificada porque Dios la había separado del resto y así la consideró.

Dios estaba transmitiendo una lección en tiempos del Antiguo Testamento a través de la dedicación de lugares y objetos. Si Dios puede santificar un objeto, Dios nos puede santificar a nosotros. Si Él puede separar un lugar en particular para dedicarlo a Su uso, puede separar a un individuo para el mismo fin. Dios no se ocupa de los objetos como se ocupa de los seres humanos.

La palabra “santo” también significa “poco común”. Estos objetos que han sido santificados no deben ser utilizados de manera común. Deben ser utilizados para la gloria de Dios. Eso se extiende a todos nosotros. El Apóstol Pedro lo expresó a su manera: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9). No serán personas comunes porque se han dedicado a Dios; se han santificado para Su gloria.

Hoy en día, es posible que momentáneamente hesitemos al llamarnos personas “poco comunes”. Sin embargo, en el sentido que aplica aquí, ser “poco común” es una bendición. Somos personas poco comunes porque enaltecemos a Dios, a diferencia de lo que hacíamos antes de ser salvados. De todas maneras, ¿a quién le gusta ser común? ¿Quién quiere ser mediocre, particularmente en los ojos de Dios? Cuando Dios nos mira, queremos que Él diga, “Voy a bendecir a aquel. Tengo un propósito poco común para él. Lo he santificado—lo he separado de los demás”. Dios tiene un plan para cada uno de nosotros.

La nación judía es una nación santa (poco común). Dios la ha separado de las demás y la ha escogido para usarla para Su fin particular. En Éxodo 19:6 dijo, “Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa”. En otro lugar, dijo, “Porque yo soy Jehová, que os hago subir de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios: seréis, pues, santos, porque yo soy santo” (Levítico 11:45). Dios declaró que Él estaba consagrando los Hijos de Israel para Sí mismo, ya sea que estos respondieran o no. Así que fueron santificados de esa forma—fueron separados de los demás—pero aún así eran impíos porque ellos, como nación, no tomaron el siguiente paso para pedirle a Dios que los hiciera santos en sus corazones.

La nación de Israel aún es una nación santa en el sentido de que es poco común. Ha sido separada de las demás para cumplir el propósito de Dios, aunque las personas, mayormente, no están conscientes de ello. Sin embargo, Dios bendijo esa nación y prometió que Él bendecirá aquellos que bendigan esa nación, y maldecirá aquellos que la maldigan, porque la nación de Israel ha sido separada de las demás y es santa en los ojos de Dios.

En el Nuevo Testamento, vemos que los matrimonios bíblicos son santos. Pablo habló acerca de un hogar dividido donde un cónyuge es salvado y el otro no. Dijo que en estos casos, el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer incrédula es santificada en el esposo, “pues de otra manera vuestros hijos serían inmundos, mientras que ahora son santos” (1 Corintios 7:14). ¿A caso esto significa que los hijos son moralmente puros? No, significa que Dios los ha separado de los demás; Él tiene planes para ellos. Si estamos en una condición de no estar salvados pero contamos con un cónyuge creyente, debemos entender que Dios se fija particularmente en nosotros. Él nos ama. ¡Él tiene un plan especial para nosotros! Es posible que sigamos el camino común, pero Él tiene un plan poco común—un plan santo.

El segundo aspecto de la santificación—el de la purificación—cuenta con un elemento moral e involucra un cambio en el hombre interno. Para ser purificado, ser totalmente santificado, eso es lo que Dios hace después que nos ofrecemos a Él. Después que tomamos una decisión consciente de servir al Señor y dedicarnos a Él, nos presentamos ante Él y decimos, “Señor, he hecho todo lo que he podido pero no puedo hacer Tu parte. No puedo vivir como me has comandado que viva, porque aún poseo una naturaleza impía. Me has comandado que sea Tu reflejo pero necesito que hagas un trabajo en mi corazón para que eso sea posible”. Y es entonces cuando el Espíritu de Dios de alguna manera toca nuestros corazones y realiza allí un trabajo instantáneo.

No podemos explicar la experiencia de total santificación más que podemos explicar qué sucede cuando ocurre el nuevo nacimiento. Una vez fuimos pecadores, viviendo esa manera común del mundo. El Señor nos llamó y nos condujo a un punto en el cual dijimos, “Dios, lo lamento. ¡Ten piedad! Perdóname. Quítame mis pecados y escribe mi nombre en el Libro de Vida del Cordero”. Cuando nos acercamos a Él en verdadero arrepentimiento, alejándonos de los pecados de nuestros pasados, la Sangre de Jesús fue colocada en nuestros corazones y tuvimos un testigo—una certidumbre interna que pasamos de la muerte a la vida. Hemos vuelto a nacer.

Pablo les dijo a los creyentes en la Iglesia Primitiva que siendo bebés recién nacidos, debían desear la leche sincera de la Palabra, “para que por ella crezcáis”. Sin embargo, todo el crecimiento en el mundo no nos traerá al punto de total santificación. Hace falta la Sangre de Jesús. Hace falta una segunda aplicación del trabajo del Calvario. Hace falta que nos santifiquemos a nosotros mismos, presentando nuestros corazones al Señor y diciendo, “Señor, sácame la impureza que heredé de mis antepasados. Límpiame. Extingue esa naturaleza que me metió en problemas siendo un pecador”. Cuando nos hayamos dedicado al Señor, Él bajará y nos santificará, purificando nuestros corazones en una segunda y definitiva experiencia de gracia. Y nosotros la necesitamos.

La santidad penetrará en cada aspecto de nuestras vidas. Si nos dedicamos a Dios, existen ciertas características que el mundo espera de nosotros. No quisiéramos que persona alguna que esté observando nuestras vidas se sorprenda de escuchar que nos hemos dedicado al Señor. No quisiéramos que se asombre de aprender que hemos separado nuestras vidas de las demás para Él. No, nuestras vidas deben reflejar lo que hemos consagrado. Las decisiones que tomamos deben basarse en el hecho que nos hemos separado de los demás para vivir para el Señor. Nuestro diálogo debe reflejar nuestro compromiso para pertenecer a Dios. Nuestras acciones, los sitios que visitamos, la música que escuchamos, nuestras apariencias, todo ello debe reflejar el hecho que nos hemos separado de los demás para Dios. Somos personas “poco comunes”.

Cuando Pablo le escribió a la iglesia en Corinto, expresó su asombro de que aún cuando profesaban el Cristianismo, no parecían cumplir con su profesión. Tuvo que recordarles que estaban dedicados al Señor. ¿Qué compañía, qué comunión, qué acuerdo tiene algo dedicado a Dios con algo que no se dedica a Dios? De hecho, les preguntó, “¿Qué hacen poniendo su brazo alrededor del mundo y viviendo como el mundo, si pretenden ser similares a Cristo?”

Les dijo, en términos nada ambiguos, “Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo” (2 Corintios 6:17). Se han dedicado a Dios, ¡actúen como tal! Y continuó, diciéndoles, “Limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). Vayamos hasta ese punto en el que Dios nos puede santificar completamente de la cabeza a los pies, cuerpo, alma y espíritu, haciéndonos puros en nuestros interiores.

Esa es la experiencia que Dios ofrece a cada individuo que ha sido salvado por la Sangre de Jesús. Él quiere que sigamos más adelante y seamos totalmente santificados. Cuando oramos y nos consagramos a Dios, nos hemos separado para Su uso. Pero entonces debemos experimentar la gracia de Dios para aceptar lo que le hemos ofrecido, y dejar que Su Sangre nos sea aplicada a nuestros corazones para limpiarnos y purificarnos y santificarnos en la vista del Señor.

Inclusive después de recibir esa experiencia de santificación, seguimos siendo humanos. Ser santo no significa escapar de las pruebas y de las tentaciones. No significa que tomaremos decisiones perfectas todo el tiempo. Pero la santidad es lo que nos motiva a tener siempre en nuestros corazones el deseo de hacer el bien. Queremos escuchar las instrucciones de Dios. Escuchamos, obedecemos las instrucciones que recibimos, y continuamos a crecer en Él. Maduramos como Cristianos, pero es urgente que no sólo seamos salvados con la Sangre de Jesús, sino que también seamos santificados.

Tome esta oportunidad para examinar su relación con Dios. ¿Se ha dedicado a Él? ¿Ha experimentado la salvación de sus pecados, y la total santificación que extingue la naturaleza del pecado? Consagre su vida a Él. Deje que Él busque cada aspecto de la misma, y diga, “Señor, quiero vivir para Ti”. ¡El Señor le bendecirá cuando lo haga!

Darrel Lee es el Superintendente General de la organización de la Fe Apostólica y el pastor de la iglesia sede en Portland, Oregon.