¿Qué puede estar pasándome? Ese pensamiento venía a mí una y otra vez mientras conducía el autobús escolar un día de primavera. El clima era hermoso y mi ruta en ese entonces era pintoresca y agradable. Hubiera sido un día perfecto excepto por la manera en que me sentía: excepcionalmente cansada.
Era una madre joven entonces, aparentemente con buena salud, con un hijo adolescente. Ese día tenía programados tres viajes separados tanto para la mañana como para la tarde. El autobús que conducía era de 11 metros de largo, y soy una mujer pequeña, así que era un trabajo desafiante para mí. Este día en particular estaba tan agotada que me pregunté si podía mantenerme hasta el fin de mi último viaje.
Poco tiempo después, síntomas físicos que me alarmaron comenzaron a aparecer. Comencé tener dolores en el pecho y el brazo izquierdo. Descubrí que había una protuberancia sobre mi seno y otra en mi axila, ambas muy dolorosas y suaves. Entonces comencé a sufrir de dolores terribles de presión en mi cabeza. Me di cuenta que algo muy serio me estaba pasando.
Los conductores de autobuses escolares tenían que cumplir con ciertas regulaciones de aptitud física, así que fui al doctor para un examen. El doctor quiso que yo fuera al hospital para una biopsia. Desde que era una niña, yo sabía del poder de Dios para sanar al enfermo, así que comencé a orar y pedir que el Señor me mostrara qué hacer.
Algunos años antes de esto, yo no había podido orar con ninguna confianza porque me había apartado de Dios y de mi entrenamiento Cristiano. Dejando al Señor fuera de mis planes, me había casado mientras todavía estaba en la adolescencia. Pensaba que podía casarme con alguien que no fuera Cristiano y después traerlo a la iglesia. No funcionó de esa manera. Descubrí que un hogar sin Dios podía ser un lugar muy miserable. Incluso cuando mi bebé varón nació, la felicidad no estaba allí.
Desesperadamente sentía mi necesidad del Señor y comencé a orar desde las profundidades de mi corazón, pidiendo a Dios que me perdonara. Él contestó, salvó mi alma, y me dio el regocijo que yo había conocido cuando era niña. Fue entonces cuando el Señor llegó a ser mi Guía y Consejero. Y ahora, en tiempo de gran crisis, yo sabía que podía confiar en Él para que cuidara de mí.
Después de que la biopsia se hizo, el doctor me dijo que estaba llena de un tipo muy serio de cáncer. Él quería operarme inmediatamente y quitar el cáncer del lugar donde se había originado, pero yo sabía que sólo una operación no me libraría del cáncer. Yo no quería tener la operación. ¡No podía soportarla financiera o espiritualmente! No sabía si Dios me sanaría, pero yo sabía que Él podía, y sentía que debería mirar hacia Él en la fe para mi curación.
Le dije al doctor, “Lo siento, pero no me siento llamada a tener esta operación. Si es la voluntad de Dios, viviré; si no, entonces será tiempo para irme”. Él me advirtió que no esperara más de dos o tres semanas porque mi caso era serio, y no podría vivir sin la operación.
El enemigo de mi alma se mantuvo diciéndome, “Si no te haces esa operación, morirás”. Pero el Señor hablaría con mi corazón diciendo, “¡Ten fe! ¡Sostente! Mantente creyendo”. Eso es exactamente lo que hice. Mientras yo continuaba peleando contra las dudas y temores que venían a mí, el Señor me fortaleció en mi alma.
Un día, sentí como si me ahogara hasta morirme y apenas podía tragar. Casi fui superada por el dolor, pero grité, “¡Señor, estoy muriendo! Si es Tu voluntad, sáname, para que pueda cuidar de mis seres queridos”. Entonces vino ese pensamiento desalentador: “No puedes vivir; estás llena de cáncer”. Me mantuve pidiendo por mi vida, haciendo consagraciones cada vez más profundas al Señor. Una vez más oré, “Oh Señor, por favor sáname para Tu honor y gloria”. De vuelta vino la respuesta, “Yo soy Jehová tu sanador”. Sabía que esas palabras venían desde el Cielo, y así agarré esa promesa y la retuve.
Prometí al Señor que si Él me ayudaba, iría a la iglesia y pediría a los ministros que oraran por mí, como la Biblia instruye. Esa noche, aunque con mucho dolor y muy débil, fui a la iglesia. Después de la reunión, los ministros ungieron mi cabeza con aceite y oraron por mí. ¡Y el Señor instantáneamente me sanó! No solamente eso, Él me bendijo de una manera muy maravillosa.
Él me dio una visión gloriosa. Había campos ante mí - campos extensos de gente que se extendía por kilómetros y kilómetros en cada dirección. No comprendí la visión entonces, pero comprendo ahora. Las personas que vi eran almas perdidas y muriendo que necesitaban que les contara sobre Jesús. Yo tenía que contarles no solamente del poder de Dios para sanar, sino también sobre lo que significa ser Cristiano renacido - tener una experiencia espiritual que saca a una persona del pecado y la hace una “nueva criatura” en Cristo Jesús. Cuando la visión salió de mi vista, vi un reloj de arena. Parecía estar agotándose, y el Señor me decía, “Hay poquito tiempo”.
Durante este tiempo de comunión con Dios, yo estaba tan envuelta por el Espíritu que no me di cuenta donde estaba. Cuando abrí mis ojos, dije, “¡Oh, estoy en la iglesia!” A mi alrededor estaban amigos Cristianos que me habían visto en mi estado de debilidad y sabían como había sufrido. Ahora, pues, las cosas eran diferentes. Sentía nueva fortaleza en mi cuerpo. No sentía ningún dolor, y las protuberancias se habían ido. No había tenido ningún apetito por días y estaba muy delgada, pero ahora quería algo de comer.
Continué conduciendo el autobús escolar después de mi curación, y cuando el tiempo vino para otro examen, cuatro de los mejores especialistas en la ciudad cuidadosamente analizaron mi caso y ninguno encontró rastro de cáncer. Hoy, muchos años después, todavía estoy libre de esa enfermedad.
El Señor me dio un nuevo comienzo en la vida cuando Él me sanó. Quiero cumplir con la comisión que me ha sido dada.