La situación llegó al tope cuando, después de una vigilia de toda la noche, él no podía sostener ni siquiera una cucharada de agua.
A la edad de seis años, me abrí camino a un altar de oración y le pedí al Señor, en una manera infantil, que fuera misericordioso hacia mí, un pecador. Nunca olvidaré esa mañana, porque cuando me puse de pie, yo era un nuevo muchachito. Sentía como si simplemente flotara sobre el pasillo de la iglesia.
Mi padre y yo vivíamos solos, pues mi madre había dejado nuestro hogar cuando yo tenía cinco años. Aunque yo vivía en un hogar “destruido”, realmente nunca pensé en eso, porque sentía tanto amor de mi padre. Él era fiel en llevarme a la escuela dominical y a la iglesia, pero mucho de mi conocimiento de la Biblia vino en la oscuridad de nuestra alcoba antes de que nos fuéramos a dormir. Él comenzó un “juego” conmigo cuando yo era todavía muy joven, en el que tomábamos turnos citando Escrituras. Un pasaje particular que siempre surgía era, “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo” (1 Juan 2:15-16). Nunca me alejé de esos versículos.
Después de la graduación de la escuela secundaria, conseguí un trabajo, me casé y pasé dos años en la Marina de los Estados Unidos durante el conflicto Coreano. Fijé un límite respecto a lo que haría y no haría: nunca probé los cigarrillos, el licor ni las drogas, pero tenía muchas ambiciones mundanas.
Poco después de que regresé a casa del servicio, el Señor me mostró que aunque yo había jugado el papel de un Cristiano desde hacía muchos años, había dejado al amor del mundo entrar en mi corazón. Vivía con una profesión vacía, y no veía cómo tendría el coraje para encarar la verdad y conseguir enderezarme con el Señor. Una noche, mientras me sentaba en una reunión de jóvenes, pareció como si el Señor me apartara de todo alrededor de mí. Su Espíritu estaba tronando en mi corazón, “¿Donde pasarás la eternidad?” Al cierre de esa reunión, no me importó lo que cualquiera persona pensara de mí. Todo lo que quería era asegurarme que estaba bien con Dios. Me abrí camino hacia el altar de oración, y arrodillándome al pie del púlpito, me arrepentí con amargas lágrimas. Le dije al Señor que quería ser un verdadero Cristiano – que confesaría que no había sido nada más que un hipócrita. El Señor fue fiel en animarme mientras oré, y esa noche Él restauró mi alma, testificando que yo estaba perdonado. Cuando me puse de pie tenía paz en mi alma por fin. Todo el temor a la muerte se había ido, y la carga del condena se fue. ¡Qué noche tan alegre fue esa!
En los próximos años mi esposa y yo disfrutamos de las bendiciones de Dios. Nosotros tuvimos dos niñas pequeñas, y entonces nuestro primer hijo, Gary, nació. Sin embargo, muy poco después de traerlo al hogar desde el hospital, nos dimos cuenta que sus funciones corporales no funcionaban correctamente. Los pediatras que vimos daban consejos conflictivos. Comenzó a ponerse pálido, débil y muy distendido. Esta condición empeoró a través de sus dos primeros años.
Finalmente se nos dijo que Gary debía ser llevado al hospital de la facultad de medicina de la Universidad de Oregon, donde especialistas estaban equipados para enfrentar condiciones inusitadas.
Esa misma noche la situación llegó al tope cuando, después de una vigilia de toda la noche, él no podía sostener ni siquiera una cucharada de agua. Gary fue admitido al hospital de la universidad al día siguiente. Después que se cambió a una vestimenta de hospital, se lo llevaron, llorando con todo el corazón. Unas horas después nos dijeron que necesitarían realizar una cirugía de emergencia.
Por un tiempo después de la cirugía, Gary parecía estar mejor, pero pronto los mismos síntomas comenzaron una vez más. Durante el año siguiente, él experimentó cinco operaciones más. Él regresaría a casa por un momento, los síntomas recurrirían y regresaría al hospital nuevamente. Aunque el dolor era severo, Gary no lloraría, él simplemente apretaría sus dientes. Desde el nacimiento, el dolor había sido su modo de vida. Después de la última operación, el procedimiento más severo que había tenido, se nos aseguró, “Esto deberá acabar con el problema”. Entonces las mismas conocidas señales de problemas volvieron.
Su condición llegó a ser tan crítica que los médicos nos permitieron a mi esposa y a mí permanecer en su cuarto todo el día y la noche. Una noche llamamos a la iglesia nuevamente, pidiendo oración. Antes de acostarlo por la noche, decidimos llevar a Gary alrededor del pabellón del hospital en un paseo corto en una silla de ruedas. Él estaba demasiado débil como para levantar su cabeza, así que lo atamos en la silla con correas de franela, su cabeza descansando sobre una almohada. Mientras salíamos de su cuarto e iniciábamos el camino en el corredor, miré el reloj y pensé, “Ellos probablemente están orando en la iglesia por Gary ahora mismo”.
Repentinamente la cabeza de Gary saltó de la almohada y dijo, “¡Papi, yo camino!” No lo cuestioné, simplemente desligué las correas y lo dejé libre. ¡Qué conmoción ocasionó eso entre las enfermeras! No podía haber ninguna duda de que Gary había tenido una visita del Señor. Nosotros lo llevamos a casa al día siguiente.
Antes de darse de alta se nos advirtieron que él no sería capaz de comer normalmente, y que el trauma que había experimentado muy probablemente lo afectaría psicológicamente. Fallaron en todas las cuentas. Dios había hecho un trabajo perfecto en Gary. Hoy él es un hombre saludable, y padre de tres niños. Él es un Cristiano renacido, y por más de veinte años él ha trabajado a tiempo completo al servicio del Señor.
Tengo gratitud en mi corazón hacia el Señor por todo lo que Él ha hecho por mí a través de los años. Me regocijo de que pueda reportar victoria espiritual.