Adondequiera que yo iba, las oraciones de mi mamá me seguían.
La cosa más importante para mi mamá, por lo que respecta a la crianza de sus once niños, era que conociéramos a Jesús y le sirviéramos. Ella tenía un fuerte amor por la verdad, así que aunque los tiempos eran duros durante la Gran Depresión, y éramos incapaces de llegar a la Iglesia de la Fe Apostólica a veinte kilómetros de distancia, nuestra mamá hizo una práctica el celebrar culto familiar en nuestro hogar. Ella nos llamaría para reunirnos, y teníamos que guardar silencio a menos que habláramos con Jesús. Nuestra mamá diría, “Todos a orar”. Entonces ella iría alrededor de nosotros niños en sus rodillas. Colocaba sus manos sobre nuestras espaldas, de uno en uno, y oraba por nosotros.
Esas ocasiones de oración me incomodaban, porque en lo profundo de mi corazón quería los caminos del mundo. Cuando nuestra mamá venía a mí, ella decía, “¡Oh Dios, Tú detén a Dolly en su manera desenfrenada!” Yo miraba alrededor por el rabillo del ojo y deseaba que ella lo dejara. Pero mi mamá sabía que había poder en la oración. Cuando llegaba al fin de sus oraciones, ella decía, “Dios, cuando haya hecho todo lo que puedo hacer y la justicia esté satisfecha, quiero que mis niños estén conmigo en Tu Reino”. Muchas veces ella se quebraría y oraría de nuevo, y parecía como que prevaleciera otra hora por mí.
A pesar de esas oraciones, continué en mi propio camino. A la edad de catorce, dejé mi hogar. Se suponía que me iba a trabajar para poder comprarme alguna ropa para la escuela, pero yo pensaba en eso como alejándome del altar familiar y de la mamá que oraba tan seriamente por mí. Para mi sorpresa, descubrí que cuando me alejé del hogar, lo extrañaba. Fui a los espectáculos y eché a perder los tacones de mis zapatos bailando en un salón de baile. Pero adondequiera que yo iba, las oraciones de mi mamá me seguían: “Dios, Tú detén a Dolly”. El convencimiento se radicó tan pesadamente sobre mi corazón que fui de vuelta a nuestro pequeño hogar rural y comencé a buscar al Señor.
No quería que mamá supiera que yo oraba, porque pensaba que si podía librarme del convencimiento pavoroso que me hacía tan miserable, entonces podría seguir en mi camino. Sin embargo, en vez de disminuir, el convencimiento llegó a ser mayor. Un día fui al patio atrás de la casa donde pensaba que podría orar en secreto, sin saber que mamá me observaba. Cuando salí de mi lugar de oración, mamá permanecía bajo el nogal americano. Ella sabía que yo estaba orando—¡entró a la casa y nos llamó a todos a la oración!
Entonces supe que mamá sabía que yo buscaba al Señor. De algún modo arreglos se hicieron, y un poco después ella dijo que yo debía ir a la reunión de la Fe Apostólica esa noche. Fui a ese tabernáculo, y le llamé con todo mi corazón a Jesús, pero yo sabía que no había orado hasta el fin. Mamá había dicho que cuando te salvarás lo sabrías, y yo quería saber que era salva.
Para el día siguiente, la noticia se había esparcido que Dolly quería ser salva. No había una reunión de la iglesia esa noche, pero el superintendente de nuestra escuela dominical y mi mamá sostuvieron un culto de hogar con un grupo de gente joven. Esa noche, mientras me arrodillaba y oraba con mi rostro enterrado sobre mi brazo, le dije a Jesús que si Él viniera a mi corazón y me hiciera alegre, yo le serviría.
Nunca olvidaré lo que sucedió. Mientras comenzaba a levantar mi cabeza hacia el cielo, la paz bajó a mi corazón. Sabía que Dios había perdonado mis pecados y mi nombre estaba escrito en el Cielo. ¡Oh, la paz, la alegría que sentí! Sabía que tenía la victoria en mi alma y que sería capaz de vivir para Él. El día siguiente, me di cuenta de qué tan completo fue el cambio. Me sentía enteramente diferente por dentro y por fuera.
El próximo domingo, mamá nos llevó a otra reunión de la Fe Apostólica. Yo sabía que había más y quería lo que Dios tenía para mí. Un avivamiento verdadero estaba empezando. Mientras me arrodillaba, buscando al Señor para la santificación, el Señor bajó y me santificó y también santificó a algunos otros que buscaban esa experiencia. Poco después, el ministro vio la gloria de Dios sobre mi rostro y dijo, “¡Miren la sonrisa!” No me di cuenta de que sonreía, pero sabía que algo había sucedido en mi corazón que era diferente a la salvación. De algún modo yo sentía que Dios había limpiado mi corazón.
Mientras el superintendente de mi escuela dominical se arrodillaba ante mí, él me animaba a alabar al Señor. Mientras alababa a Jesús, cada alabanza mejoró, se volvió más dulce y más profunda, hasta que parecía que todo lo que yo quería hacer era alabar al Señor. Me daba cuenta de que algo sucedía. El Espíritu del Señor asumió la dirección y bautizó mi alma con el Espíritu Santo, y me escuché hablando en un idioma que yo no había aprendido nunca.
Eso era un comienzo. El Señor me mantuvo a través de la escuela con la victoria. Yo sabía que Dios me llamaba y que quería dedicar mi vida a Su servicio.
Cuando tenía diecinueve años, hice la consagración para hacer cualquier cosa que Jesús quisiera que hiciera. Un día dejé el hogar nuevamente, pero en esta ocasión para ir a Kansas, Estados Unidos, donde ministré por más de veinte años. Entonces Dios me llamó a Oklahoma para trabajar con la gente indígena cherokee y ponca. Luego, Dios me llamó para mudarme a Newfoundland. Fue mi privilegio trabajar en esa parte de Canadá por varios años. He sido testigo de curaciones y conversiones; he visto gente recibir la santificación y el bautismo del Espíritu Santo.
Algún día por la gracia de Dios, sé que voy a caminar sobre calles de oro. Allí quiero ver a Jesús—aquél que murió por mí, salvó mi alma, me santificó, me bautizó y quien me ha dado poder todos estos años para vivir una vida con victoria sobre el pecado. En ese día será mi privilegio inclinarme ante Él y agradecerle por Su gracia redentora.