Cuando era niño, me enseñaron acerca de Dios, pero por mucho tiempo el Evangelio simplemente no me llamó la atención. Cuando tenía alrededor de trece años fui al altar para orar, y el Señor me mostró algunas canicas que yo había hurtado. Él me pidió que hiciera restitución, y yo me negué. Me salí de allí y no oré otra vez para salvarme hasta que tuve más de cuarenta y tres años.
Pasé los años de la escuela secundaria como un boxeador aficionado y un jugador de fútbol americano. Debería haber estado feliz porque era joven y saludable. Tenía todas las cosas que la gente joven quiere, pero había algo dentro de mí que nunca se satisfacía.
Cuando terminé la escuela, me fui a trabajar a los campos madereros. Allí viví justo como el resto de los madereros. Venía al pueblo y bebía, peleaba y me metía en toda clase de problemas. Nunca pensé en servir al Señor. Nadie me podría convencer que un Cristiano podía disfrutar la vida. Cuando visitaba a mi madre iba a la iglesia con ella, pero tan pronto como la reunión concluía yo saldría por la puerta. Ella me pidió que yo asistiera a la iglesia más frecuentemente, y yo dije, “Mamá ¿por qué debería ir cuando me hace sentir tan miserable?” No me daba cuenta de que Dios me estaba convenciendo cuando iba a la iglesia.
Un día, sin embargo, Dios se asió a mi corazón en una manera definitiva. Me encontraba sentado en una cantina una tarde de sábado, viendo un juego de fútbol americano en televisión, cuando escuché a una Voz decir, “¿Dónde pasarás la eternidad?” Me volteé al asiento junto al mío, pero no había nadie ahí. Me volteé de regreso a ver el juego, y escuché la Voz de nuevo. Esta vez decía, “¿Qué diferencia hará en la eternidad quién gane el juego de pelota?” En ese momento supe Quien me estaba hablando. Me levanté y salí de aquel lugar.
Aunque nunca fui de los que tenían miedo, esa tarde yo estaba aterrorizado. Tenía miedo de que fuera a morir antes de llegar a la iglesia. El domingo siguiente, en la mañana, fui a la iglesia y comencé a orar, y no dejé de orar hasta que Dios bajó y salvó mi alma. ¡Él hizo un cambio maravilloso en mi vida! Los hábitos y los deseos de toda una vida se fueron en un momento, y tenía una perspectiva totalmente nueva de la vida. Hasta entonces, no podía comprender por qué la gente iba a la iglesia. Pero, desde ese día hasta hoy, me parece que no hay suficientes reuniones para mí.
Después de unas semanas que fui salvado, oí que necesitaba ser santificado. No sabía nada sobre la santificación, pero una noche sentado en mi apartamento, me di cuenta que faltaba algo en mi vida. Le dije a Dios, “Tú sabes qué es lo que necesito. Sabes que yo lo quiero, así que por favor dámelo”. Justo ahí el Señor me santificó. La gloria de Dios llenó ese apartamento. No me pude quedar adentro. Salí y caminé por las calles para arriba y para abajo. Reía y gritaba y lloraba. Finalmente, le dije al Señor, “Tendrás que parar ahora. Simplemente ya no puedo contenerme más”.
Continué sobre ese camino, feliz en el Evangelio. Entonces una noche en una reunión, oí un testimonio que tocó mi corazón. El Señor me dijo, “He ahí un testimonio que puedo usar porque este hombre tiene su bautismo”. Repentinamente, me di cuenta que necesitaba esa experiencia. No comprendía qué era el bautismo del Espíritu Santo y nunca había visto a nadie recibirlo, pero un hambre surgió en mi corazón.
Unos días después, el pastor de nuestra iglesia me preguntó, “¿Le gustaría ir a la reunión anual de campo del Medio Oeste?” Yo dije, “Sí, me gustaría ir”. Él dijo, “El Señor me dijo que lo llevara a ti”. Fui al campo del Medio Oeste con un propósito en la mente: quería recibir mi bautismo. El campo comenzó la noche del sábado, y oré en cada reunión. Para el miércoles me estaba volviendo desalentando, pero cuando fui a la iglesia esa noche, le dije al Señor, “Si el poder del Espíritu Santo descienda este noche, en este lugar, descenderá sobre mí porque yo estará aquí”.
Tenía algunas ideas propias acerca de recibir el bautismo. No estaba interesado en una gran demostración – todo lo que quería era la experiencia. Pero el Señor me mostró que Él iba a bautizarme a Su manera. Esa noche Él dijo, “¿Ahora dejarás que te bautice?” Yo dije, “Amén”, y eso es lo último que recuerdo. Después, les pregunté a aquellos que oraban conmigo, “¿Salí de este tabernáculo? Sentí como si el techo se hubiese levantado”. Bueno, tenía el bautismo, y ha sido una experiencia maravillosa.
Regresé a trabajar talando árboles, y un día un árbol cayó sobre mí. Yo sabía que estaba seriamente herido, porque no podía levantarme. Cuando llegamos al hospital, nuestro pastor en Roseburg estaba ahí para orar por mí. Dije, “Todo está bien. A donde voy no dolerá más”. Sentí la presencia del Señor, y realmente no había ninguna diferencia en mí si vivía o no. Sabía adónde iba si moría, y les digo, que es un sentimiento maravilloso. La enfermera de guardia esa noche dijo que dos distintas veces había ido a buscar al doctor para que viniera a cubrirme y sacarme del cuarto porque yo ya había muerto. Pero, el Señor salvó mi vida. La enfermera dijo, “Anoche había una Presencia alrededor de su lecho, una paz que nunca había sentido antes en toda mi experiencia de enfermera”. Yo pude decirle, “Sí, el Príncipe de Paz estuvo aquí”.
Me había herido tanto que nadie esperaba que yo viviera. Mi espalda se rompió en tres lugares. La mayoría de mis costillas se rompieron o zafaron de la columna, mi hombro se destrozó y mi bazo se desgarró. Pero el Señor bajó y me sanó. Dos meses después de ese accidente, estaba de vuelta al trabajo.
A través de los años, he probado a Dios en toda clase de situaciones. El Evangelio es la única cosa que he encontrado que siempre mejora con el uso. Hace que la vida valga la pena vivirse, y tengo la intención de continuar en el Evangelio por el resto de mi vida.