Nací en una familia altamente respetada en Noruega y se me otorgó la posibilidad de tener una vida exitosa. Sin embargo, a la edad de dieciséis años, era un borracho, y a la edad de veintiuno, era una criminal. Falsifiqué cheques y giros bancarios e incumplí con deudas equivalentes a miles de dólares en moneda de hoy. Cuando se descubrieron mis malas acciones, habría tomado la ruta del suicidio si no hubiese sido por mi padre que me arrancó la pistola de las manos.
Me casé y, con el tiempo, tuve dos hijos. Muchas veces le prometí a mi esposa que dejaría mi vida pecaminosa, pero estaba amarrado y encadenado por las cadenas del pecado. El diablo había hecho de mí una pelota de fútbol y ya no podía mirar a los ojos de mis hijos inocentes. Dejando a mis padres, mi esposa y a mis jóvenes hijos sufriendo la humillación, huí de Noruega hacia América.
Por algún tiempo, fui marinero a bordo de una vieja goleta que transportaba madera. Allí, mi naturaleza criminal prontamente se afirmó. Con algunos tragos en mi cuerpo, había un tigre dentro de mí que quería pelear y ocasionar problemas. Cuando me volví incorregible a bordo del barco, me encadenaron abajo en la bodega por un mes. Allí me dije: “Dios no existe.” Le pedí a Él que, si existía, que me matara. Desafié a Dios a que me matara allí mismo, pero en Su piedad, Él no lo hizo.
No sólo no me mató, sino que no dejó siquiera que el diablo tomara mi vida. En varias oportunidades estuve a la deriva y estuve cerca de la muerte en la enfermedad, pero Dios preservó mi vida. Él quería salvar mi alma.
Me uní al ejército durante la Guerra Hispano-Americana. Mientras estuve en la milicia, me encarcelaron por amenazar a un oficial y fui enviado a Alcatraz. Pero ni las prisiones, ni los grupos de prisioneros trabajando encadenados, ni las pilas de rocas, ni siquiera el confinamiento a la soledad logró hacerme un hombre decente. Permanecía acostado en mi celda contando los remaches y golpeando mi cabeza contra las viejas barras de acero, con mi corazón gritando, “¡No hay salida! ¡No hay salida!” Allí, en la soledad, pensaba en mi esposa e hijos y en la tristeza que les había ocasionado, y un remordimiento insoportable me comía el alma.
Después de cumplir mi sentencia de tres años, me entregaron cinco dólares y mi libertad. Durante tres largos años, no había tocado ni una gota de licor y pensé que al salir de prisión me habría librado de ese vicio. ¿Acaso me habían reformado las barras de la prisión? ¡No! En cuanto vi los bares, un apetito incontrolable se apoderó de mí. En el lapso de seis horas estaba de vuelta en las viejas guaridas del pecado, con el tigre de la bebida rugiendo dentro de mí y con mis cinco dólares desaparecidos.
En poco tiempo, me estaba asociando con hombres y mujeres de la mala vida—en el distrito Bowery de Nueva York y en la Costa Barbary de San Francisco. Oficiales desde Canadá hasta México me conocían como “El Borracho Charlie.” Mi nombre se tornó famoso en las calles. Creo que fui uno de los hombres más poseídos por el demonio que caminó alguna vez por las calles. Con casi cincuenta años de edad, vivía borracho la mayor parte del tiempo y obtenía mi comida de los basureros. Llegué a estar más abajo que las bestias, con ojos inyectados de sangre y mi cara hinchada.
Me hubiese encontrado en el infierno, tal vez ahorcado o muerto por suicidio, sino hubiese sido por la piedad de Dios. En Portland, Oregon, solía caminar por uno de los puentes y miraba hacia el Río Willamette abajo y decía: “Cuando no lo soporte más, acabaré con todo.” Pero la gente de Dios se interpuso entre la tumba de un suicida y yo.
No muchos hombres encuentran su camino como lo hice yo. Una noche, mientras me encontraba en un bar del infierno, entregué mi camisa y mis zapatos a cambio de whisky y cocaína. Luego, el dueño del bar, un hombre de unos 120 kilos de peso, me sacó a patadas por la puerta y terminé en la embarrada acera, mientras los demás reían y se mofaban. Pero, mientras me levantaba con mis pies descalzos, escuché a algunas personas que cantaban, “¡Jesús salva! ¡Jesús salva!” A medida que empujaba entre la gente para ver quien estaba cantando, pensé: ¿Es esto posible? ¿Acaso Jesús salvará a un pecador como yo, un inútil criminal?
Las personas que estaban cantando me dijeron que Jesús aún quería más hombres—sin hacer preguntas—y que todavía había cupo para mi nombre en el Libro de la Vida de Dios. Me dijeron que podía encontrar a Jesús. Encontré el camino hasta llegar a su misión. Debido a que mi cerebro estaba paralizado por la bebida, y además estaba hambriento y débil, me tropecé y caí por la puerta. Esta es la forma cómo el viejo “Borracho Charlie” llegó por primera vez a ser parte de las personas de Dios.
Esa noche, escuché cuál era el camino para librarme del pecado. Escuché testimonios de hombres y mujeres que hablaron del poder de Dios para romper cada grillete de Satán y mantenerlos viviendo para Dios. Escuché que se requería del poder de Dios para transformar una vida, que no era posible lograrlo mediante reformas y buenas resoluciones, pero que Jesucristo tenía el poder para salvarnos de nuestros pecados. Me senté en la parte de atrás, y Dios Todopoderoso se esforzó en mi alma. Por primera vez en mi vida, vi que había esperanza para mí.
Finalizado el servicio, algunos cristianos se acercaron a mí con lágrimas en sus ojos y me dijeron: “¿Dejarás que roguemos por ti?”. Esa noche, no tuvieron que arrastrarme hasta el altar; corrí hacia él. No había soltado una lagrima en muchos años, pero esa noche lloré y oré desde el fondo de mi corazón, “¡Piedad—ten piedad! Jesús, ¡ten piedad de mí!” Dios, por Cristo, escuchó mi oración y quitó de mi corazón el peso del pecado. ¡Era libre! Me habían botado de un bar, gracias a Dios, justo a los brazos de Jesús.
Durante treinta y tres largos años estuve amarrado por el vicio de la bebida, pero en ese momento, el vicio salió de mi vida. La mañana siguiente me encontré en la calle sin dinero, sin trabajo, sin un lugar a donde ir, pero no estaba en el bar. La puerta del bar se abrió, pero yo me fui al muelle donde solíamos amarrar nuestras embarcaciones. Cuando llegué allí, me arrodillé alabando a Dios porque había caminado por las calles desde un lado al otro de la ciudad sin el mínimo deseo por el licor.
Caminé por la calle y me encontré con un policía. Muchas veces tuve que rendir cuentas a los oficiales acerca de dónde había estado y qué había estado haciendo. Solía temblar de miedo mientras ellos me interrogaban. Sin embargo, esa mañana, vestido con trapos pero en paz con Dios en mi corazón, podía mirar al policía directo a la cara. Cuando me preguntó: “¿Dónde estuviste anoche?”, le contesté: “Estuve en una reunión de la Fe Apostólica.”
“¿Y dónde has estado ahora?” me preguntó. Le dije, “Estuve en el muelle alabando a Dios. No he tomado nada desde esta madrugada.” Había lagrimas en los ojos de ese policía cuando me dijo: “Ve por tu camino, Charlie.”
Nunca más, un oficial tuvo problemas conmigo. Era un acertijo para la policía. Alguien le preguntó un día al viejo sargento que solía llevarme al cuartel, “¿Dónde está ese viejo borracho? ¿Acaso la bebida lo mató finalmente, o se fue de la ciudad?”
“No,” contestó el oficial, “ahora usa ropa decente y está en la esquina predicando acerca de Jesús. Lo vi esta mañana y pasó de largo los bares.”
Estos oficiales me habían dicho que un día terminaría en la horca. Ahora decían, “Volverá.” Pero pasaron los años y nunca regresé a esa vieja vida. Había saboreado las aguas puras de la salvación y ya no quería esa copa que “como serpiente morderá, y como áspid dará dolor” (Proverbios 23:32). Había entrado en contacto con el Cristo del Calvario.
Mi familia no había sabido nada de mí en años y pensaban que estaba muerto. Luego de diez años de correspondencia, mi esposa vino a América para encontrarse conmigo y ver si lo que le había dicho era verdad. Era una mujer refinada y de sociedad, pero cuando vio el cambio maravilloso que había ocurrido en mi vida, pronto sintió la necesidad de obtener la misma salvación. El mismo Dios que había salvado su marido borracho diez años antes, también la salvó a ella.
Desde entonces, he tenido el privilegio de recorrer junto a servidores del Evangelio, los mismos lugares donde había sido tan famoso. He contado mi historia en las cárceles y en las mismas esquinas donde la policía solía ponerme esposas en las muñecas. Las personas me preguntan, “Charlie, ¿cómo sabes que este cambio ocurrió en tu vida?” Yo les contesto, “¿Cómo podría no saberlo?” ¡Cómo agradezco a Dios estar libre y que ahora tengo Su gracia salvadora en mi corazón!
Durante algunos años, Charles Lohrbauer trabajó y vivió entre las personas de la Iglesia de la Fe Apostólica de Portland, Oregon. Su semblante brillaba con gracia divina cuando contaba la historia de su encuentro con Jesús y su liberación de una vida de pecados. Muchas veces comenzaba su relato con las palabras, “¡Jesús salva! ¡Jesús salva!” Hacia finales de su vida, Charlie y su esposa regresaron a su tierra natal. Allá en Noruega, se desempeñó como misionero hasta que el Señor lo llevó al Cielo a la edad de ochenta años. Quiso que todos supieran que cada vicio vil había sido roto y que él había sido redimido. Nunca más se le conoció como “El Borracho Charlie.”