Tal vez nunca suframos lo que sufrió Corrie, pero todos nos enfrentamos a situaciones donde es necesario perdonar. ¿Cómo responderemos?
Corrie ten Boom vivió los horrores del Holocausto y salió siendo más que una sobreviviente; salió una vencedora. Habiendo escogido ayudar a los judíos escondiéndolos en su hogar, toda su familia murió a manos de los Nazis. Después de la guerra, Corrie viajó y le habló a millares de personas, contándoles sus experiencias y enseñando el perdón y la salvación como regalos de Dios.
Una tarde, después de concluir su mensaje, el propio oficial que había estado a cargo de la tortura y muerte de su hermana, Betsie, se acercó a ella. Era la primera vez desde que Corrie quedó en libertad que había tenido que enfrentar cara a cara uno de sus captores y su sangre pareció congelarse. Él le dijo que había sido un guardia en Ravensbruck, pero desde entonces se había convertido al cristianismo. “Yo sé que Dios me ha perdonado por todas las crueldades que cometí allí,” dijo, “pero quisiera oírlo también de sus labios. ¿Me perdona?”
Durante un largo momento, Corrie se quedó allí parada. Su amada hermana había muerto en ese terrible lugar. ¿Acaso esto significaba borrar su lenta y terrible muerte sólo por preguntar? Los momentos parecieron horas a medida que luchaba con la decisión más difícil que había tenido que tomar jamás. Pero, sabía que el perdón es un acto de voluntad, y oró en silencio, “¡Jesús, ayúdame!” Finalmente, como un autómata, empujó su mano en la mano que se extendía hacia ella.
Ella cuenta lo que ocurrió en sus propias palabras: “A medida que lo hacía, me ocurrió algo increíble. La corriente comenzó en mi hombro, se disparó por mi brazo y saltó a nuestras manos unidas. Y luego, un calor curativo pareció invadir todo mi ser, trayendo lágrimas a mis ojos. ‘¡Te perdono, hermano!’ grité. ‘¡Con todo mi corazón!’ Durante un largo momento sostuvimos nuestras manos, el antiguo guardia y la antigua prisionera. Nunca había conocido el amor de Dios tan intensamente como en ese momento.”
Aún cuando pocos de nosotros nos enfrentamos a retos equivalentes al reto que Corrie ten Boom enfrentó ese día, todos nos encontramos con situaciones en las que hace falta el perdón. Las ofensas pueden variar desde irritaciones menores relacionadas a la infidelidad en el matrimonio, hasta palabras inconsideradas dichas por padres durante años de abuso a sus hijos. Pueden ocurrir en el patio de recreo, (in the classroom), en el trabajo, en la iglesia. Tanto si parece sólo un desaire a un amigo o si se trata de un mal trato deliberado, todos nos enfrentamos a circunstancias que requieren perdón. Y cada nueva situación requiere una nueva decisión a perdonar.
Muchas personas guardan rencor durante años. Pueden haber sido ofendidas, acusadas o maltratadas. Es posible que crean que tienen buenos motivos que justifiquen los sentimientos que hay profundo en sus corazones. Sin embargo, la Biblia no da excusas para el resentimiento, el rencor o la falta de perdón, no importa cual pueda haber sido la provocación.
El perdón es algo intensamente personal. Afecta la manera cómo nos relacionamos con Dios e interactuamos con los demás. Una manera de empezar a entender el perdón es analizando lo que no es. No es un encubrimiento o juego de pretextos. No es la determinación obligada de pasar por alto o minimizar una ofensa. No es la espera pasiva hasta que el problema disminuya. No es la tolerancia—simplemente, excusar al conductor grosero o a la persona que se toma el puesto de estacionamiento al cual se dirigía usted. El perdón no es ignorar el pasado, es enfrentarlo y decidir volver a empezar con la persona que le hirió. El perdón libera una deuda legítima. Significa cesar de sentir sentimientos de resentimiento hacia el ofensor—soltar el derecho que tenemos a herir de vuelta.
Todos necesitamos del perdón. Nacimos pecadores y no tenemos oportunidad de entrar al cielo sin ser perdonados. Aún después de ser salvados y librados del pecado, encontramos la necesidad de ser perdonados por nuestras decisiones poco sabias, por nuestras palabras inadecuadas y por nuestros errores. Jesús dijo, “Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas.” (Mateo 6:14-15). Nos estaba diciendo que si queremos ser perdonados, entonces debemos perdonar.
Sin embargo, ¿acaso saber que debemos perdonar lo hace más sencillo? Podríamos pensar que es nuestro derecho dejar que la otra persona sepa que nos hirió. Tal vez el dolor es tan profundo que el perdón parece imposible.
Jesús dijo en Mateo 18:35 que debemos perdonar en nuestros corazones. ¿Cómo es eso posible cuando nuestro corazón se rebela ante ello? Hay momentos en los que no hay una manera fácil de tener un corazón que perdona. La única vía es a través de la oración. Algunas personas encontraron que para obtener un verdadero espíritu del perdón, necesitaron orar con gran seriedad durante un período de tiempo. Luego, hicieron falta más oraciones para retener ese espíritu. ¡Qué rápido logra el enemigo deslizar esa amargura nuevamente dentro de nosotros!
No, el perdón no es sencillo. A menudo nuestra habilidad para perdonar a los demás está directamente entrelazada con la seriedad de la ofensa. Si se trata sólo de una leve ofensa, nos parece relativamente sencillo perdonar. Si la ofensa fue seria o el dolor es muy profundo, perdonar se torna mucho más difícil. Sin embargo, rehusar perdonar a los demás es como atar una cuerda alrededor de nuestros “cuellos” espirituales. Si rehusamos perdonar, los nudos se aprietan más y más. Cuando perdonamos, nos soltamos y quedamos libres.
¿Cual es el resultado si no perdonamos? La Biblia nos dice que debemos mirar bien “no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados” (Hebreos 12:15). Sin perdón, crece la amargura en nuestros corazones. En algún momento, ese resentimiento se desbordará. Podría provenir de un desacuerdo no relacionado, o resultar en una actitud dura hacia otra persona. Cualquiera que sea la forma que adopta, la amargura crecerá. Si no se resuelve, resultará en una persona parada ante Dios sin perdón. ¡Qué precio a pagar!
Un espíritu que no perdona también dificultará nuestras oraciones. Jesús advirtió: “cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas” (Marcos 11:25). Este mensaje se incluye en el Sermón de Jesús en la Montaña, donde Él dijo directamente, “Mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mateo 6:15). ¡Qué advertencia!
Aún cuando el perdonar no resuelve instantáneamente las complicaciones de cada situación, nos libera de trabajar sobre esas situaciones con la ayuda y sabiduría de Dios. Nos ayuda a bajar las defensas e intentar encontrar las soluciones.
Jesús mismo es el mejor ejemplo de un corazón que perdona. Sin pecado y sagrado, Él fue falsamente acusado, golpeado y clavado a la Cruz. En Su agonía al morir, gritó, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Si queremos seguirle, debemos intentar seguir Su ejemplo.
Una vez, Pedro le preguntó al Señor con qué frecuencia debía perdonar a su hermano. Él sugirió siete veces, como si esa fuera una cifra abundante. Jesús le contestó, “No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (Mateo 18:22). ¡Cuatrocientos noventa veces! Alguien podría venir y pedir perdón, y nosotros podríamos responder, “Yo te perdono, pero. . .” Dios no hace excepciones en el perdón. Si perdonamos a nuestros enemigos, a aquellos que despiadadamente abusan de nosotros y nos persiguen, obtendremos una recompense de nuestro Padre en el cielo. Si amamos y nos hacemos amigos sólo de los que nos aman y se hacen amigos de nosotros, no seremos mejores que los pecadores, porque eso es lo que ellos hacen.
Si hemos ofendido a alguien, es necesario buscar su perdón. “Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presente tu ofrenda.” (Mateo 5:23-24).
Algunos han indemnizado a otros pero nunca han recibido su perdón. Si hemos hecho todo lo que podemos para corregir las cosas, hemos obedecido las instrucciones de Dios, no hay más nada que podamos hacer. Si no podemos lograr la reconciliación después de habernos humillado y confesado, solo podemos dejar la situación en manos de Dios. Él se encargará de allí en adelante.
La Biblia no nos dice que nos preguntemos quien está en lo cierto y quien está errado. El asunto más importante es corregir las ofensas, si es posible. Para ello, hace falta el amor de Dios en nuestros corazones. Nuestras personalidades no son todas iguales y con algunas personas es más difícil relacionarse. Debemos pasar por alto los errores y las faltas de los demás. Todos tenemos algo que los demás deben tolerar en nosotros. Dios nos honrará si poseemos un espíritu de paciencia, amor y perdón.
Un espíritu que no perdona es una herramienta del enemigo de nuestras almas. La usa eficientemente para alejar a las personas de Dios. Derrotemos a Satán en lugar de permitirle derrotarnos a nosotros. Escojamos buscar a Dios para tener un corazón que perdona.