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¡Ese Anhelo Se Ha Ido!

Testimonios

El doctor me dijo que yo estaba muriendo y no tenía posibilidad de vivir.

Fui criado en un hogar donde mamá era Cristiana, pero papá no. Ese hogar era feliz, sin embargo, porque mi mamá oraba.

Mi mamá siempre nos llevó a la iglesia, pero yo nunca quería orar. Mi papá iba a la iglesia alrededor de dos veces al año; él parecía pasársela bien, así que yo quería vivir como él. Él fumaba y yo seguí sus pasos y comencé a fumar cuando tenía alrededor de once años. Él también apostaba ocasionalmente, así que más tarde también aposté. Nunca fui salvo de niño, pero conocía la Voz de Dios. Recuerdo el primer cigarrillo que fumé y cómo Dios me habló antes de que me lo fumara. Cuando yo hacía algo en contra de Su voluntad, me hacía saber que no debería hacerlo.

A lo largo de mi juventud, mi madre continuó orando por mí. Cuando yo regresaba a casa de noche, yo la oía orando. Finalmente moví mi cama al sótano de manera tal que no pudiera oír sus oraciones y pudiera fumar mi último cigarrillo nocturno y mi primero en la mañana sin que ella lo supiera. Dios me habló allí abajo, sin embargo, y yo me revolcaría en mi cama mientras trataba de dormir.

Un día yo conducía sobre la carretera con un amigo en mi automóvil Modelo A. Teníamos cerveza en el asiento trasero y planeábamos disfrutar el fin de semana. Repentinamente mi automóvil quedó atrapado entre tres semirremolques, y no había manera de salir. Hasta este día, no sé cómo es que nos libramos de eso, pero estábamos vivos, y mi automóvil no había sido destrozado cuando eso terminó. Escuché la misma Voz ese día como cuando era un pequeño muchacho. Mi amigo vio mi inquietud, y dijo, “¿Qué pasa contigo?” Le dije, “Oh, nada”, pero yo sabía lo que estaba mal. Dios hablaba a mi corazón, y estoy feliz de que Él continuara.

No mucho después de eso, Dios llamó mi atención cuando llegué a estar muy enfermo. El doctor me dijo que yo estaba muriendo y no tenía posibilidad de vivir. Yo tenía tan sólo diecisiete años y me preguntaba por qué tenía que morir tan joven. Mientras yacía en mi lecho de enfermo, hice una oración que Dios escuchó. Yo tenía un paquete de cigarrillos en mi cama, pero le dije al Señor que dejaría de fumar e iría a la iglesia si Él me dejaba vivir. Me alivié, pero no mantuve mi promesa a Dios. No fumé por un rato, pero pronto el deseo se volvió tan fuerte que no podía resistirlo. Recuerdo el siguiente cigarrillo que fumé. Hice que un amigo lo prendiera por mí, y temblé como un flan—asustado de que el Señor me matara de golpe por no mantener mi voto. Me mantuve pensando, “Iré a la iglesia, y oraré”.

Dios me habló hasta que no pude soportarlo, y decidí dejar de fumar. Un sábado por la noche, fui al cine e intencionalmente dejé mis cigarrillos en el automóvil. A mitad de la película, sin embargo, me salí y hurgué en un cenicero, buscando un cigarrillo. Yo estaba atado.

Cuando haces una promesa a Dios, te seguirá adondequiera que vayas. Estoy agradecido que Dios me mantuvo en la promesa que yo había hecho. A la mañana siguiente, mi mejor amigo y yo asistimos a la iglesia. Al final del servicio, me volteé hacia él y dije, “No sé qué vayas a hacer, pero yo voy a orar”. Salí hacia el pasillo, y él me siguió. Nosotros no fuimos salvados esa mañana, pero hicimos un buen comienzo. Mi miseria aumentó a lo largo del resto del día; sabía que tenía que hacer algo.

Aquella tarde, regresamos a la iglesia y oramos. Creo que fui capaz de orar porque mi mamá había orado por mí. Esas oraciones hicieron un camino para que Dios me hablara cuando nadie más podía. Me arrepentí esa noche, y el Señor me salvó. ¡Qué cambio! No necesité poner lejos los cigarrillos y meramente esperar poder abandonarlos. Para mi sorpresa, Dios se llevó el deseo por fumar y por todos los otros pecados. Yo debería haber esperado eso; mamá siempre me había contado del poder de la salvación, y yo había oído testimonios victoriosos en la iglesia. Por alguna razón, sin embargo, eso sobrepasó mis conocimientos hasta que lo experimenté. El Señor me dio nuevos deseos, y desde el momento en que comencé a servirlo, quise quedarme con ello.

Poco tiempo después, di mi primer testimonio espiritual. Mi amigo y yo fuimos a un espectáculo técnico en la escuela a la cual él había atendido. Mientras subíamos los escalones de la escuela, un joven que habíamos conocido se acercó a mí y preguntó, “Earl, ¿tienes un cigarrillo?” Le dije, “Ya no fumo, Carl. Soy Cristiano”. Debe de haber sido difícil para él creerlo, pues dijo, “Tú eres aquél que me enseñó a fumar; tú me enseñaste a beber”. Yo estaba contento de ser una nueva persona. Dios había cambiado mi vida.

La Voz de Dios estaba todavía conmigo, pero me habló de una manera diferente. Dios me orientaba y guiaba. Recuerdo una ocasión cuando alguien cerca de mí prendió un cigarrillo. Mientras el humo pasó, el diablo dijo, “Ah, ¿No sabría eso bien?” Entonces la Voz de Dios me recordó, “Pero ese anhelo se ha ido”. Él me mostró la diferencia entre la tentación y el pecado. Cuando el Señor me santificó, el diablo dijo, “Tú no estás santificado realmente”, aun cuando yo tenía un sentimiento maravilloso en mi alma. Al día siguiente, me fui a trabajar y estaba construyendo un andamio. Una gran ventana doble estaba sobre el andamio, y yo tenía una mano sobre ella mientras martillaba con la otra. Repentinamente, la ventana se cayó y destrozó mi dedo. No me enojé, no aventé cosas. El Señor dijo, “¿Ves? Tú estás santificado”. Él continuó llevándome en una caminata más cercana a Él, mientras me ayudaba a buscar y recibir el bautismo del Espíritu Santo. Aquella Voz todavía me dirige hoy.

Después de todo este tiempo, todavía no puedo creer que yo sea la persona que no hizo caso a Dios y confió en cigarrillos cuando era joven. Disfruto la vida hoy. Si yo hubiera conocido esta emoción y satisfacción como un joven muchacho, estoy seguro de que habría elegido el Evangelio más pronto. Es bueno servir al Señor.