Como un traficante de drogas agonizante, él reunió su coraje y entró en una iglesia. ¡Y qué milagro sucedió!
Alabo a Dios por este Evangelio maravilloso — un Evangelio que salva a un vagabundo. Yo había visto gente salvada cuando era un muchachito, pero nunca supe que Jesús había muerto para salvar a un pecador como yo. Yo era un hombre del hampa, y estaba en una condición triste, muriendo de cáncer cuando el Señor finalmente me alcanzó.
A la edad de doce, tuve que dejar mi hogar en Tejas y salir al “indómito” mundo. Buscaba la excitación. Después de unos años, volví al hogar un día y encontré que mi madre estaba al borde de la muerte. Le pregunté: “Madre, ¿me vas a dejar?” Había una sonrisa sobre su rostro, y sus últimas palabras dirigidas a mí fueron: “Hijo, prepárate a encontrar a tu madre.” Eso le metió una daga a mi corazón.
Después de la muerte de mi madre, me dirigí a las iglesias con altos campanarios, queriendo llegar a ser un cristiano. Pero cuando les contaba que había salido del hampa, que había vivido alrededor de las guaridas del opio y las mesas de juego, todos decían: “No hay esperanza para un hombre como usted.” Esa gente que profesaba conocer a Dios, me había vuelto la espalda, y eso dejó odio y asesinato en mi corazón. De ahí en adelante, consideré a los hombres y mujeres del hampa como mis únicos amigos.
Me fui a Montana y viví entre los vaqueros indómitos, y juntos nos destruiríamos. Las cantinas estaban abiertas toda la noche, y hombres y mujeres tambaleaban por las calles hasta las primeras horas de la mañana. El pecado y la enfermedad se llevaban lo mejor de mí.
Después de un tiempo, me mudé a Seattle, Washington. Allí vendí morfina y cocaína de un lado al otro en la vieja calle Jackson. Por un tiempo, boxeé y fui un luchador premiado. Viví alrededor de los muelles, y se podía encontrarme en los más bajos escondites del pecado. Muchas veces salía de aquellos lugares con mis puños apretados y diciendo, “Seré mejor,” pero siempre volvía al mismo viejo pecado.
Le agradezco a Dios que, un día, encontré a un hombre que era diferente a todos los demás. Él no me habló de la religión, pero lo vivía frente a mí trabajo. Él era un pequeño hombre blanco, y me entristece decir que yo lo maldije y lo ataqué. Yo quería matarlo porque él era un cristiano. Pero él nunca se desesperó por mí. El sólo me habló bien, y oró por mí. Un día me preguntó, “Hermano, ¿eres salvo?” Le dije, “Yo soy un pecador por completo.” Me dijo, “Ven a la iglesia y oraremos por ti, y Dios hará algo por ti.” Su testimonio me removió.
Casi un mes después, un domingo por la mañana, me paseaba de arriba abajo en mi jardín, y finalmente reuní el valor suficiente para ir a su iglesia. Fui a la Misión de la Fe Apostólica y encontré que esa gente tenía la religión de los tiempos pasados. Tenían amor por las almas perdidas, y no excluían ningún tipo, color o credo. Ellos ni siquiera preguntaron mi nombre. Yo quería lo que ellos tenían. Después de la reunión, ellos se reunieron alrededor de mí y comenzaron a orar. ¡Le lloré a Dios por el perdón, y Él me salvó! Oh, la paz y regocijo y la felicidad de otro mundo entraron en mi corazón.
El día siguiente en el trabajo, cuando les conté a mis compañeros que Dios me había salvado, ellos se mofaron de mí. Le conté a mis amigos de juego que Dios me había salvado y me maldijeron. Pero nada de eso me movió de lo que Dios había hecho en mi vida.
Yo moría de cáncer pero Dios me sanó aunque yo no se lo pedí. Tuve que hacer restituciones en todo el país. Muchas de ellas me podían haber llevado a la cárcel por años. Incluso, había sido un recluta prófugo durante la primera guerra mundial, y fui perdonado en todos los casos.
Luego, Dios me santificó y me bautizó con el Espíritu Santo. Puedo testificar que la sangre de Jesús redime de todo pecado. Yo soy testigo de que Dios hace una verdadera obra en la vida de una persona.
A través de sus muchos años como cristiano, Bob Irvine ganó el respeto de gente de todos los caminos de la vida. Un destacado contratista de construcción en la ciudad de Portland, para quien él trabajó de vez en cuando, una vez comentó, “Si alguna vez existió un cristiano, ese es Bob.” Bob se recuerda como un hombre dulce, un gran hombre, un buen ejemplo de cristiano para la gente joven, un hombre que cantó con fervor, y uno que fue fiel en hacer el trabajo de Dios. En abril de 1957, Bob se fue a su hogar eterno para estar con Jesús.