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Libre Debido a la Oración

Testimonios

Durante años vagué por este país, con el corazón roto. Cuando era solamente un niño de trece años, el pecado me sacó de mi casa y me hizo un proscrito en los barrios bajos de Chicago, Illinois, Estados Unidos. Desde entonces muchos crímenes se acumularon detrás de mí durante veintiocho años, y cada día, en lo profundo de esa vieja camiseta reposaba un corazón roto. Mi vida me llevó a las tabernas, los lugares de apuestas, y detrás de las paredes de prisiones.

Cometí crimen tras crimen, y mi corazón se volvió tan duro como la piedra. No tenía problemas para atracar a un hombre y quitarle su dinero. Una vez atraqué a cinco hombres y seguí al último dentro de un restaurante, me senté al lado de él, y pagué su comida con su propio dinero. Pasé mucho tiempo en bares y tascas de todo este país. Tomé lo que esa vida incluía, y muchas veces terminé en la cárcel y las penitenciarías. Cuando salía, regresaba al mismo tipo de vida. Nunca conocí un día o una hora de felicidad.

Durante años tenía todo lo que un apostador pudiera tener. He llevado diamantes, caminado sobre alfombras finas y bailaba sobre pistas de baile. Gané mucho dinero y lo gasté todo, perdí miles de dólares en un día. Después caí tan bajo que tuve que salir del pueblo. Eso es lo que hizo el pecado por mí.

Pero allá en Middlesboro, Kentucky, en una vieja cabaña de troncos arriba en un lado de una colina, se encontraba una madre que oraba por mí. Le doy gracias a Dios porque respondió a las oraciones de esa madre. En la Prisión del Condado de Spokane, un día vi a una mujer con una revista de la Fe Apostólica. Le rogué que me lo diera. Cuando lo hizo, me arrastré sobre una litera y leí dos testimonios, uno de un drogadicto y otro de un criminal.

Las personas que dieron estos testimonios dijeron que Dios los había salvado. Mi vida era como las de ellos. Temblaba como una hoja. No habían pasado dos horas desde que le había rogado al celador que me diera más cocaína, para que pudiera acostarme y descansar unas pocas horas. Conocía la vida que ellos habían vivido. Cuando leí que Jesús podía salvar a ese tipo de hombre, fue el mejor mensaje que había recibido.

A pesar de que nunca había leído un capítulo de la Biblia, una esperanza nació en mi corazón ese día. Había cuarenta y ocho criminales en ese depósito y uno en mi celda. Le dije a mi compañero de celda, “Nunca he orado en mi vida, pero aquí es donde voy a orar. Si Dios puede salvar a ese tipo de hombre, creo que hay esperanza para mí. Puedes quedarte o marcharte, pero voy a ver si Dios existe”.

Me arrodillé en el suelo de acero, con la revista de la iglesia bajo mis rodillas, e invoqué a Dios. Esa fue mi primera oración, pero ese día un criminal y drogadicto dijo una oración que Dios escuchó. Todos esos crímenes volvieron a mí, los hombres que había robado, las prisiones desde donde había escapado y donde era buscado. Tentado a abandonar, oré, “¡Oh Dios, no dejes que me levante hasta que hagas algo por mí!” Mientras oraba los hombres golpearon la puerta, me lanzaron colillas de cigarrillos y me maldijeron. Pero continué.

Esa oración cambió toda mi vida. Antes de eso había salido de la prisión casi de todas las formas en las que un hombre pudiera hacerlo. He salido bajo fianza y bajo palabra. Serruché y disparé mi camino de salida. Pero ese día oré por mi salida y me quedé fuera. Nunca robé la casa de otro hombre, nunca robé el carro de otro, ni volé ninguna otra caja de caudales.

Al otro día me llevaron a juicio. Nunca me había declarado culpable en mi vida, pero ese día lo hice. También pedí que dijera mi nombre verdadero, a pesar de que nunca lo había hecho en años. Le dije al juez que había llevado las dos armas que reposaban allí, y que el dinero era lo que había robado. Veinte minutos después un oficial me llevó a la puerta y dijo, “Puedes irte. Si tienes algo a que hacerle frente en esta vida, ve y hazle frente. Hemos terminado contigo”. ¡Eso es lo que Dios puede hacer!

Unas noches después fui a la Iglesia de la Fe Apostólica. Allí caí en el altar y le dije a la gente, “No los molestaré mucho tiempo. Me está esperando una vida entera detrás de las rejas. Me buscan en todas partes”. Me dijeron que Dios me iba a librar.

Dios sí me libró. Fue ante mí y me liberó. No he pasado un día en prisión desde que Dios me salvó. Regresé sobre las huellas de la vida de un criminal y me enfrenté a las penitenciarías de costa a costa.

Me enfrenté a los oficiales en la prisión de Terre Haute de donde escapé y saqué otras catorce personas conmigo. Fui a Indianapolis donde crucé a nado el canal mientras oficiales me disparaban. En St. Louis regresé a la casa de un millonario, donde me metí en un tiroteo y disparé el ojo de un hombre. Cuando confesé, el hombre dijo, “Libremente te perdono”. La madre me abrazó y lloró. ¿Ves lo que Dios puede hacer?

Un día me senté enfrente del jefe de la policía de Seattle y le conté los robos que había realizado en esa ciudad. Cuando terminé, me estrechó la mano y dijo, “Si nunca serás encarcelado hasta que yo te encarcele, esto nunca sucederá”. Viví durante diez años en esa ciudad donde una vez caminé por las calles con dos armas—y las había usado. Viví como un ciudadano respetable donde antes vendía mi ropa por cocaína, y donde la policía me había arrastrado hacia un callejón, arrancado mis dientes de un golpe, pateado mis costillas y dejado para que me muriese.

Hoy soy un ciudadano, un contribuyente. No soy un vago. He reembolsado miles de dólares para enderezar mi pasado, y trabajado duro para hacerlo. Tengo un hogar Cristiano. Nunca he estado falto de nada desde que Dios me salvó. Soy una de las personas más felices de la tierra, dándole las gracias a Dios por la victoria.

Sé que Dios puede salvar a un drogadicto y criminal y puede cambiar su vida. ¡Gracias a Dios por la salvación de la Biblia!