Un día, mientras llevaba a un hombre de negocios de San Juan Islands al Port Townsend, Washington, Estados Unidos – en mi bote, tuve una oportunidad de probar a Dios. Este hombre, que era un ateo, comenzó a burlarse de mi religión. Él sabía que yo había estado enfermo, y dijo: “Si hay un Dios y tú eres Su hijo, ¿por qué no cuida Él de ti?” Hacía alarde de que él nunca estaba enfermo.
Después comenzamos el regreso a casa, pero aproximadamente a ocho kilómetros de la costa, se desarrollaron problemas con el motor. Le pedí que piloteara el bote mientras yo bajaba a ver qué podía hacerse. Mientras estaba trabajando, el bote chocó con un objeto que le abrió un agujero. En instantes nos comenzamos a hundir. Le dí a mi pasajero un salvavidas y yo me puse uno, y nos trepamos sobre el cuarto de máquinas. Cuando la primera ola pasó sobre nosotros, estaba muy fría, pero debajo de esa ola Jesús estaba conmigo. Su promesa vino a mí: “Cuando pases por las aguas ... no te anegarán” (Isaías 43:2). Al salir el bote de la ola, levanté mi mano al Cielo y grité: “¡Gloria a Dios, tengo a Jesús!”
Sabía que el Señor me llevaría seguro. No sabía cómo lo haría, pero eso no importaba. No podía nadar, no teníamos un bote salvavidas y no había ningún otro bote a la vista. El ateo dijo: “¡Me alegro de que alguien a bordo tenga fe!” Las olas eran tan fuertes que por poco nos arrastraron, pero sostenidos de una barandilla, ambos oramos. Le dije: “Hay un Dios, ¿o no?” Él dijo: “Sí, y si alguna vez logro salir de aquí, viviré una vida diferente”. Mientras él gritaba: “¡Señor, no estoy listo para morir!”, yo podía alzar la vista y decir: “¡Señor, estoy listo para partir!”
Mi pasajero me dijo: “No hay esperanza para nosotros. La marea está saliendo y el viento nos está empujando al mar”. Le respondí: “Lo sé, pero tengo una promesa de Dios. Si me mantengo, iré hacia la tierra”. En minutos, las olas rompieron dentro de la cabina del piloto y soltaron la cubierta frontal. Mientras trataba de ayudar al otro hombre a atarse a un pedazo de la cubierta, se me resbaló. Me la arreglé para atarme al riel de cubierta y comencé a remar con una tabla.
Después de seis horas en el agua, llegué a la costa en Whidbey Island – agotado y exhausto, ¡pero vivo! Me levanté y traté de caminar, pero el frío y la exposición a los elementos eran casi demasiado para mí. Mis piernas y manos se acalambraban, y me caía. Finalmente, usando dos palos como bastones, luché por atravesar casi cinco kilómetros de la playa hasta donde había visto una luz. Ahí encontré una cabaña donde algunos pescadores estaban acampados. Me dieron comida, ropas secas y una cama tibia.
Al día siguiente, el alguacil vino y sacó el cuerpo de mi pasajero. Había llegado a la costa cerca del lugar donde yo había llegado. El alguacil me dijo: “Usted tiene mucha suerte. En el pasado hemos recogido los cuerpos de cinco hombres de esta playa. Habían logrado arrastrarse sobre los leños cuando arribaron a la costa, pero estaban muertos cuando los encontramos”. Le dije: “Dios me mantuvo con vida”.
Yo no era ningún extraño al poder de Dios. Mi madre se había vuelto una Cristiana antes de que yo naciera, y mi padre fue salvado cuando yo tenía alrededor de catorce años. Al viajar alrededor del país, él se arrodilló en el vagón de fumar de un tren y oró. Cuando se levantó, era un hombre cambiado. Tiró su tabaco por la ventana, y cuando llegó a casa comenzó a leer la Biblia y a tener oración familiar. De ahí en adelante, las oraciones de mis padres me siguieron.
Temprano en la vida, yo había escogido los caminos del mundo. Pasaba mi tiempo en salones de billar y otros lugares de diversión. Era testarudo y lo quería a mi modo, pero un día Dios me llamó al arrepentimiento. Cuando tenía tan sólo veinte años, Él le habló a mi corazón en una pequeña reunión evangélica y me preguntó dónde iba a pasar la eternidad. Yo sabía que tendría que pararme frente a Él y responder por las fechorías que estaba cometiendo. Esa noche, mientras predicaba el evangelista, sentí como si estuviera parado justo al borde de la eternidad, a punto de ser enviado al Infierno.
Me arrodillé ante un altar y oré: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. En un momento, Él tomó el pecado de mi corazón y maravillosamente salvó mi alma. La paz de Dios inundó mi corazón. Los hábitos y deseos pecaminosos se habían marchado en un instante. Dios tomó la blasfemia y el terrible temperamento y otorgó victoria y felicidad. Me ayudó a saldar las deudas que dije que jamás pagaría y a devolver las cosas que había robado, y me dio el poder de ir y no pecar más.
Fui al trabajo al día siguiente a la mina donde era un electricista. Ahí escuché a un hombre usar una maldición común. Me dí la vuelta con expresa sorpresa de que alguien usara el Nombre de Dios en vano, ¡aunque por años yo había sido un tremendo blasfemador! Algo dentro de mi corazón dijo: “Estás cambiado”. Dios había hecho una maravillosa transformación en mi vida. Esa experiencia perduró y es la razón por la cual no tuve miedo ese día de mi accidente en el bote.
He estado en muchos lugares apretados en mi vida, pero gracias a Dios, Él siempre escucha mi llanto y me responde. Hace muchos años, caí aproximadamente cuatro metros y medio de una escalera, rompiéndome el brazo en dos lugares y triturándome el codo. El doctor dijo que mi codo estaba triturado a tal grado que era imposible unirlo y que nunca lo volvería a doblar. Pusieron mi brazo en un molde. Regresé dos semanas más tarde para unos rayos-x, y después de observar la radiografía, el doctor dijo: “¡Está todo bien!” Tan sólo dos semanas y Dios me había sanado – un hombre de casi setenta y dos años de edad. He tenido completo uso de mi brazo desde entonces. La gente dice: “¡Un niño habría tenido que tener su brazo en un molde mucho más que eso!” Mis huesos se unieron perfectamente a través del poder de Dios.
A lo largo de los años, he descubierto que Dios es un Amigo que se mantiene “más unido que un hermano”. Le agradezco por la maravillosa esperanza en mi corazón, de verlo algún día.