de un sermón por Darrel Lee
Algunos días son difíciles de olvidar, aunque desearíamos que pudieran ser borrados de nuestros recuerdos.
Cada año, cuando vuelve el 7 de diciembre y se conmemora el bombardeo de Pearl Harbor, Hawai, Estados Unidos, aquellos que vivían en 1941 recuerdan lo que ha sido llamado un “día de infamia”. Dos mil cuatrocientas dos vidas americanas se perdieron ese día, y más de mil resultaron heridos.
Aquellos que vivían en 1963 probablemente recuerden donde estaban el 22 de noviembre cuando escucharon la noticia del asesinato del Presidente John Kennedy. Yo aún no había nacido cuando ocurrieron los sucesos de Pearl Harbor, pero estaba en quinto grado el 22 de noviembre de 1963. Recuerdo al director hablando por el parlante e informando a los estudiantes y maestros de nuestra escuela que el Presidente Kennedy había sido asesinado. No sabía lo que eso significaba hasta que fui a casa y le pregunté a mi madre, pero sabía que algo horrible había ocurrido.
No olvidaremos el 11 de septiembre de 2001, el día en que diecinueve terroristas de Al-Qaeda volaron enormes aviones comerciales contra las torres gemelas en Nueva York, el Pentágono en Washington D.C. y el ahora famoso campo cerca de Shanksville en la Pensilvania rural.
Existen días de nuestras vidas que nos gusta recordar. Ninguna persona olvidará el día de su cumpleaños. Según se comienzan a acumular los años, tal vez cumplir años no se vea de una manera tan positiva, pero no olvidará el día. Siempre recordaré el día de San Valentín en 1976: ese fue el día en que mi esposa Debbie y yo nos casamos. También recuerdo los días en que nacieron nuestros dos hijos, cuando se casaron y los días en que nuestros nietos nacieron. Usted tiene sus fechas memorables y yo tengo las mías.
En el Éxodo 13:3 Moisés retó a los Hijos de Israel a recordar un día significativo de su historia nacional. Leemos, “Y Moisés dijo al pueblo: Tened memoria de este día, en el cual habéis salido de Egipto, de la casa de servidumbre, pues Jehová os ha sacado de aquí con mano fuerte”.
Este día fue significativo debido a la forma en que Dios había orquestado que el pueblo saliera de la esclavitud en Egipto. Por un período de varios meses, nueve plagas habían sido enviadas sobre los egipcios. Aquellas plagas habían sido enviadas de manera de ahorrar daño a los Hijos de Israel, en su mayoría. Dios quería hacer obvia la diferencia entre Su pueblo y su obediencia hacia Él y los egipcios y su desobediencia hacia Él. Sin embargo, a pesar de la terrible naturaleza de las plagas, el Faraón se había negado a permitirle a la población Israelita que se fuera. Finalmente, Dios reveló que la décima plaga vendría—y esta plaga sería diferente a las nueve anteriores. Dios dijo que pasaría por la tierra en la noche, y los primogénitos de cada casa morirían a menos que se siguieran ciertos pasos.
Para proteger a sus familias, se les indicó a los Hijos de Israel que tomaran un cordero y que lo mataran en la puerta de sus casas. Esto representaba el Cordero de Dios que vendría a derramar Su Sangre para la salvación de la humanidad. Los Israelitas debían aplicar esta sangre a las puertas y dinteles de sus viviendas. Dios les ordenó no salir de sus casas en la noche; siempre que estuvieran en una casa cubierta de sangre, no se les haría daño. Dijo, “Y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad” (Éxodo 12:13). Había protección en la sangre.
¡Aún hay protección en la Sangre de Jesús! La virtud que fluyó del Calvario, mientras Jesús dio Su vida por todos nuestros pecados funcionará hoy. Esa Sangre fue aplicada a nuestros corazones cuando confesamos y abandonamos nuestros pecados, pidiendo a Dios que nos perdone. La Sangre de Jesús es lo que quitó lavando nuestros pecados. Esto hizo expiación. Pagó el precio que no podía ser pagado de otra manera—canceló la deuda que se había acumulado a través de nuestras transgresiones. La justicia de Dios exigió que se derramara sangre inocente, y el Cordero de Dios fue voluntariamente a la Cruz y renunció a Su vida para que pudiéramos vivir. Esa es la virtud de la Sangre de Jesús que aún hoy expía por los pecados de aquellos que van a Dios arrepentidos y con el propósito de abandonar su vida anterior.
Esa preciosa Sangre de Jesús proporciona en muchos aspectos de nuestra vida. Estamos agradecidos de que aún hay poder en la Sangre para curar a los enfermos. Queremos implorar la Sangre de Jesús. Queremos llamar a los ancianos de la iglesia cuando estemos enfermos o afligidos y dejarlos ungirnos con aceite en el Nombre del Señor de acuerdo a las instrucciones dadas en el quinto capítulo de Santiago. Luego abrazamos la promesa de que la oración de fe salvará al enfermo y el Señor lo levantará. ¡Hay poder en la Sangre!
En Hebreos 13:12, se nos dice que la Sangre es lo que nos santifica. Vamos al Señor y reconocemos que la naturaleza caída que heredamos de Adán es lo que causó que pequemos y vayamos por mal camino en primer lugar. Agradecemos que a través de la justificación los pecados que cometemos sean perdonados, pero debemos regresar y pedirle al Señor que purgue nuestra naturaleza carnal y cree en nosotros un corazón limpio y puro. Si fallamos en tratar con la tendencia hacia el pecado—la naturaleza carnal—finalmente de allí saldrán actos pecaminosos. Cuando se erradica la propensión al pecado, estos actos se eliminarán. Por lo tanto, necesitamos ser salvados y santificados a través de la Sangre de Jesús.
Cuando estos eventos ocurren, son difíciles de olvidar. ¡Realmente no queremos olvidarlos! Nos regocijamos en el recuerdo. El 17 de marzo de 1974 fue el día en que Dios salvó mi alma, a pesar de que yo ni siquiera sabía lo que significaba la palabra “salvado”. No tenemos que saber lo que significa para recibirla; sólo debemos entregar nuestras vidas al pie de la Cruz. No sabía que estaba haciendo eso cuando oré y fui salvado. Sin embargo, lo que ocurrió ese día fue tan milagroso, que aun me remonto a esa fecha cuando sé que mi nombre fue escrito en el Libro de Vida del Cordero. ¡Fui salvado!
¿Cómo olvidar algo tan monumental? ¿Cómo olvidar el día en que entraste de un camino, donde estabas viviendo para el mundo, a un camino totalmente nuevo? En mi caso, la jornada en el camino del mundo fue en gran medida de ignorancia. Estaba yendo en el camino que el mundo me enseñó. Luego llegó ese día en que mi vida y mi corazón cambiaron instantáneamente. Al día siguiente, me di cuenta de que tenía deseos completamente diferentes y fui motivado a ir en una dirección distinta. Para ese momento no sabía lo que significaba o cómo hacerlo, pero sabía una cosa: se había acabado la antigua vida. No estaba haciendo las mismas cosas que había hecho antes. Cuando mis amigos llegaron el próximo viernes por la noche y quisieron salir a beber como solíamos hacerlo los fines de semana, aún no pude decirles qué me había pasado exactamente, pero les dije, “No lo haré más”. Eso fue hace más de treinta y cinco años y no lo he hecho más. ¿Cómo puedo olvidar ese día? ¿Cómo puede alguien olvidar tal experiencia con Dios?
A pesar de que no había duda de que Dios había hecho un trabajo maravilloso en mi vida, los siguientes meses fueron una lucha espiritual para mí. Sabía muy poco acerca de la Cristianismo, y no sabía adonde ir a la iglesia. Mi hermana, que fue la primera en nuestra familia en hacerse Cristiana, se encontraba en transición entre iglesias y realmente no estaba asistiendo a la iglesia con regularidad. Más tarde esa primavera, comencé a asistir a la Iglesia de la Fe Apostólica en Dallas, Oregon, Estados Unidos, y escuché sobre la experiencia de la santificación. No mucho después, se acercaba las reuniones anuales de campo de verano en Portland, Oregon. No sabía lo que era una reunión de campo pero aprendí rápido asistiendo. Y fue allí, la medianoche del jueves, que Dios me santificó.
Ese es otro día que no olvidaré rápidamente. Estaba sentado en la quinta o sexta fila del tabernáculo durante una reunión de enseñanza de la Biblia. Había estado orando para que Dios me santificara. Me decían que lo necesitaba, y yo les creía, porque vi que lo que me dijeron acerca de la experiencia era consistente con la Palabra de Dios. Ese día el Espíritu del Señor pareció bajar y sentí que algo tocó mi corazón. Al final de la reunión, fui hacia el frente en el tabernáculo y me arrodillé ante el altar de oración. Le pregunté al Señor: “¿Me santificaste? Si me santificaste allí, sólo envíalo de nuevo y sabré que me santificaste”. Dios lo envió de nuevo. Supe que me había santificado. Aún recuerdo ese día.
Piense en los niños Israelitas que observaron esos sucesos la noche en que su país fue liberado de Egipto. ¿Cómo podrían olvidar ver a sus padres tomar un cordero del rebaño, traerlo y degollarlo? Los niños están atentos. Ellos ven lo que sucede. ¡Nunca habían visto esto! Vieron cómo sus padres tomaron esa sangre y la aplicaron a ambos lados de la puerta y en el dintel. Tal vez no se dieron cuenta de la significación de esto hasta que oyeron los llantos de los egipcios mientras descubrían que los mayores de cada casa habían muerto. Luego de meses de resistirse a Dios y hacer la vida más y más miserable para los Israelitas, el Faraón se levantó en la noche y le ordenó al pueblo irse. ¡No pudieron olvidar eso fácilmente!
¿Cómo podrían olvidar la columna de nube que los guió a través del desierto en el día y se convirtió en una columna de fuego en la noche? Cuando los ejércitos egipcios fueron tras ellos, este pilar se movió entre el pueblo de Dios y el ejército egipcio, proporcionándoles protección de los perseguidores y luz en la noche.
¿Cómo podrían olvidar las aguas del Mar Rojo abriéndose, abriendo un pasadizo para ellos cuando parecían estar atrapados entre ese cuerpo de agua y los ejércitos del Faraón?
¿Cómo podrían olvidar el hecho de que cuando todos ellos estaban a salvo al otro lado del mar, el agua se cerró sobre los ejércitos egipcios perseguidores y todos se ahogaron? No lo olvidaron. ¡Ese fue su día de liberación!
No es probable que usted olvidará el día de su liberación del pecado. Es una experiencia transformadora. No es cosa de la mente, sino el poder de Dios viniendo hacia usted y cambiando su corazón.
Cada quién tiene una experiencia única. Para algunos la salvación viene como una gran ola. Para otros es una Voz apacible y delicada o un sentido de alivio y descanso en el alma. De cualquier manera que se presente, el resultado final es el mismo. Hay un testigo en su corazón, justo de la manera en que lo necesita, de que Dios ha respondido su oración. La evidencia sigue en las horas y días siguientes. No es la misma persona que solía ser, y todo se devuelve a ese día—un día para recordar.
Dios llama a las personas hoy a entregarle sus corazones. Si siente un tirón en su corazón, ese es el precioso Espíritu de Dios. No puede ir hacia Dios a menos que Su Espíritu se lo traiga. ¿Es allí dónde se encuentra usted? Dios quiere darle un día para recordar. Dentro de un mes recordará ese día. Dentro de un año recordará lo que pasó hace un año. Dentro de diez años, dentro de treinta años y por el resto de su vida, mientras Jesús se demora, sabrá que Dios cambió su vida—no porque usted trate de memorizar la fecha, sino porque fue un hecho difícil de olvidar. Ese fue el día en que su carga fue levantada. Ese fue el día en que se volvió honesto con Dios y con los demás. Ese fue el día en que sintió esa dulce paz, esa gloria, pasar a través de su alma. Ese fue el día que nunca olvidará.
Darrel Lee es Superintendente General de la organización de la Fe Apostólica y pastor de la iglesia principal en Portland, Oregon.