Matarnos juntos parecía la única cosa por hacer.
El guardián del puente rogó con el hombre desanimado que estaba a punto de tirarse en el Río Willamette, “Usted no debe suicidarse”. En el momento que leí esas palabras en un folleto Coreano que contaba la historia de ese hombre, yo mismo estaba planeando suicidarme. Mis esperanzas estaban reventadas, y no tenía razón por lo que vivir.
Durante mi niñez, nunca oí a mis padres orar o leer la Biblia. Ellos tenían un hogar grande y muchas cosas mundanas, pero no tenían el amor de Dios en sus corazones. Ellos insistían en que fuéramos diariamente a la escuela, pero nunca nos urgieron a ir a la escuela dominical o a la iglesia. Yo recibí una educación buena en la mejor escuela secundaria y universidad en Corea, pero no sabía nada sobre Dios. Fui enseñado a respetar y admirar a grandes hombres, pero no a honrar a Dios.
Pensaba que los asiduos de la iglesia eran seres débiles que buscaban una manera de escapar de su situación en la vida, y yo nunca tendría nada que ver con ellos. ¡Nunca siquiera soñé en arrodillarme ante un altar de oración!
Comencé mi propio negocio, tenía un hogar agradable y anticipaba pasar por la vida sin problemas. Sin embargo, llegué a ser muy mundano y pasaba cada vez menos tiempo con mi familia. El juego, la bebida y el baile consumían casi todas las noches. Las veces que sí regresaba a casa, una o dos veces a la semana, parecía más como si fuera a un hotel.
Mientras mi negocio iba bien, yo tenía muchos amigos, pero uno a uno me dejó cuando mi negocio comenzó a tener dificultades financieras. Pronto me encontré en profundo pecado y problemas. Estaba arruinado y había perdido todo. Cuando encaré depresión financiera y soledad espiritual, no fui capaz de sostenerme. Necesitaba de alguien sobre quien apoyarme, pero nadie me podía ayudar.
Traté de sostenerme con drogas y vino, pero yo no los podía costear. Tenía una esposa y un hijo pequeño, y matarnos juntos parecía la única cosa por hacer. Mi esposa estuvo de acuerda, así que dejamos Seul y nos fuimos a Taegu, donde no conocíamos a nadie, para efectuar nuestro plan. Tomamos un cuarto en una posada pequeña y pobre.
Mi hijo pequeño no sabía lo que estaba sucediendo, y quería regresar a Seul. Puesto que esperaba el anochecer para suicidarme, decidí llevarlo a un parque de niños cercano durante el día – una ocasión más para hacerlo feliz.
Dios velaba por mí. En nuestro camino de vuelta a la posada, alguien me entregó un folleto de la Fe Apostólica. No tenía ningún interés en ello y simplemente lo puse en mi bolsillo. Cuando llegamos a la posada, quería escribirle a mi padre antes de morirnos. Buscando en mis bolsillos por una pluma, encontré el folleto que me habían dado. Se titulaba, “Por el Crimen de Otro”. Lo abrí, y vi estas palabras, “No debes cometer suicidio”. ¡Qué sorpresa! Gracias a Dios, Él podía hablarme a través de ese folleto. Lo leí de principio a fin. Era el testimonio de un ex-convicto.
Él hablaba de haber sido liberado de la prisión y no tener a nadie para ayudarlo. Por cuatro días él vagó alrededor de Portland, Oregon, Estados Unidos, buscando trabajo. No tenía nada de comer y ningún lugar donde dormir salvo sobre algunas pilas de madera en un molino. Cuando perdió la esperanza, fue al Puente Burnside para tirarse al agua. Después de que el cuidador del puente lo detuvo, miró hacia arriba y vio la señal de la Iglesia de la Fe Apostólica. Un Poder invisible lo impelió a ir a la iglesia, y allí oró y sus pecados fueron perdonados.
Yo podía ver que a este hombre se le había dado un nuevo comienzo en la vida. Ahí mismo abandoné mi plan de suicidarme y, en vez de eso, escribí una carta al misionero de la Fe Apostólica en Pusan, Corea, cuya dirección estaba estampada sobre el folleto. Unos días después recibí una respuesta, una copia de la revista Luz de la Esperanza, y algunos testimonios de Cristianos Coreanos que vivían en Pusan. Ellos agradecían a Dios por la paz en sus corazones desde el momento en que habían llegado a ser nuevas criaturas en Cristo Jesús.
¿Podía tal cosa ser posible para mí? Fui a Pusan para poder ver con mis propios ojos a estas personas renacidas. Conocí a los misioneros y fui invitado a su hogar. Ellos me contaron del poder de Dios para salvar y rescatar del pecado. Sentimientos de culpabilidad comenzaron a agobiarse a mi conciencia. Me di cuenta de que yo era un pecador condenado, pero cuando pensaba cómo había yo ridiculizado a Dios y a los Cristianos por años, me pregunté si Él me perdonaría.
Los hermanos y las hermanas de la iglesia oraron por mí. Comencé a nombrar mis pecados a Dios y entregué todo a Él. Mientras corrían las lágrimas, nuestro Padre celestial hizo el cambio en mi corazón. ¡Qué paz maravillosa fluyó en mí! El fumar, la bebida y las drogas que se habían adherido a mi vida se fueron, conjuntamente con el pensamiento de suicidarme. Dios me dio poder para ir y no pecar más.
Cuando oí que yo podía ser santificado, mi corazón llegó a estar hambriento nuevamente. Consagré todo lo que tenía y Dios contestó mi oración y me santificó. Comencé a salir del altar, pero allí en frente de mí estaba mi hijo, y yo podía oír que él oraba por mí. Yo no podía salir, así que me arrodillé nuevamente. ¡El Espíritu Santo llenó la iglesia esa noche y las bendiciones llovieron! Doce hombres y mujeres, incluyéndome a mí, recibieron el bautismo del Espíritu Santo. Esa fue la noche más gloriosa de mi vida.
Le dije a Dios, “Quiero dedicar el resto de mi vida a glorificarte y hacer cualquier cosa que Tú quieras que yo haga por las almas que están perdidos y vagando en el pecado”. El Señor me ha dado el privilegio de trabajar en la oficina de la Iglesia de la Fe Apostólica en Corea. Visito las penitenciarías y hospitales para contar la buena noticia de salvación del pecado. Soy el más feliz cuando puedo testificar al poder de Dios y glorificarlo.
Mi familia y yo no olvidaremos que fuimos arrebatados del fuego, y ahora tenemos la esperanza de vida eterna. El resto de mi vida pertenece a Jesús.