Al haber crecido en un hogar sin creencias, nunca supe lo que es ver a una madre orar y nunca puse mi mano sobre la Biblia hasta que llegué a la edad adulta. A pesar de eso, Dios bajó la vista hacia mi corazón y vio que yo quería algo real.
Una noche, mientras bailaba en un salón de baile, con la orquesta tocando, escuché una Voz del Cielo que dijo, “Hija, dame tu corazón”. Seguí bailando. Y la Voz habló de nuevo. Sentí que los pies se me pusieron pesados y el lugar ya no me pareció bonito. La Voz habló otra vez, mucho más alto, diciendo, “Hija, dame tu corazón”. La música se desvaneció lentamente y me fui del salón.
Me fui a casa y comencé a orar. Por tres días y tres noches, oré y lloré, luchando contra el ateísmo y la oscuridad. El enemigo de mi alma me arrasaba como una inundación, diciéndome que no existía Dios, que Jesús no era el Cristo y que la Biblia era un mito. Apenas podía comer o dormir. Oraba lo más que podía sin dejar saber a nadie que estaba buscando a Dios.
Un día, algunos de mis amigos dijeron, “Vamos a hacer una visita esta noche y a jugar una partida de cartas”. Yo sabía que cerca de esa casa vivía una mujer que sabía orar. Así que me fui con ellos y al llegar, les dije, “Voy a ver a una mujer un momento”. Llegué a su puerta y toqué. Cuando abrió y me vio, dijo: “Estás buscando a Dios”. Le contesté, “Más que a nada en el mundo”. Me arrodillé y mientras ella oraba por mí, Dios entró a mi corazón. Fue maravilloso ver cómo mi alma se colmó de tranquilidad, paz y quietud. Mientras lloraba de alegría, dije, “Debo ir a contarles a los demás”. No sé por cuánto tiempo estuve allí, pero el sol brillaba cuando entré y al salir ya había anochecido.
Fui a la casa donde mis amigos me esperaban para que jugara con ellos a las cartas. Me dijeron, “¡Cómo tardaste! Te estábamos esperando”. Tenían las cartas sobre la mesa y ya estaban listos para jugar, pero les dije, “No repartan cartas para mí; ¡encontré a Jesús!” Pude haberle dicho a todo el planeta que Jesucristo es real y que había entrado en mi corazón. Mis amigos vieron la luz del Cielo reflejada en mi cara y retiraron las cartas de juego.
¡Qué cambio produjo Dios en mi corazón! Todo lo que yo había amado en el mundo fue sacado de mi corazón y reemplazado con amor para las almas perdidas. A veces lloraba cuando veía a quienes parecían tristes y muchas veces me detuve y les conté la historia de Jesús.
Cuando escuché que Dios podía santificar completamente, empecé a buscar de esa experiencia. Durante años fui a muchos lugares donde se enseñaban la santificación, deseosa de arrodillarme en cualquier altar, sin importar su humildad; lo importante era encontrar satisfacción para mi alma hambrienta. Cuando los evangelistas llegaron a la ciudad, quería una entrevista privada con ellos, de ser posible, y la conseguí. Les conté que Dios había salvado mi alma cuando era una mujer orgullosa y arrogante, que había cambiado totalmente mi vida y mis anhelos, pero que todavía tenía más necesidad de Dios. Cuando escucharon con qué intensidad había buscado y consagrado mi vida, me dijeron, “Estás bien. Tienes todo lo que Dios tiene para ti”, pero yo sabía que no era así. Después de cada visita, me iba, desalentada e insatisfecha. Había en mi corazón una necesidad, un ansia, una sed de una experiencia más profunda. Aunque tenía una vida consagrada a Dios, todavía no era suficiente.
Una vez, pasé junto a una reunión que había en una tiendita de campaña. Desde afuera, escuché a una mujer mientras contaba cómo Dios la había salvado y había sacado el pecado de su corazón y de su vida, y que había dejado el mundo atrás. Luego sintió una necesidad de buscar más a Dios en su corazón y ella lo buscó y la santificó completamente. Me dije, ¡Eso es lo que quiero!
Fui a todos los altares a los que podía ir y les conté a los demás lo que estaba buscando. Me dijeron, “Hermana, afírmalo y lo tendrás”. Les dije, “Lo afirmaré cuando lo tenga, pero no puedo afirmarlo hasta que lo reciba”.
Una vez, estaba hablando con una mujer, y estuvimos de acuerdo en que si pudiéramos encontrar gente que predicara toda la Palabra, que llevara la Biblia desde la Génesis hasta el Apocalipsis, los seguiríamos hasta los confines de la tierra. Un día, esa mujer vino a verme. Esta amiga había seguido su camino y yo el mío. Pero ese día, ella dijo, “Hermana, encontré la gente que buscábamos”. Le pregunté, “¿Dónde?” Respondió, “En la parte baja de Los Angeles”. Ella no creía que yo iría hasta allá para adorar a Dios.
Le pedí, “Llévame allá”. Así que nos fuimos hasta la calle Azusa. ¡Cuánto le agradezco a Dios que me haya guiado a esa pequeña misión! No era un salón elegante, era una construcción de madera como un granero con una vieja tabla sobre un par de sillas que usaban como altar. El piso estaba cubierto con aserrín y las paredes y vigas ennegrecidas por el humo. Miré a mi alrededor para ver si alguien me veía entrar, pero no me hubiera importado que el mundo entero me viera salir. Encontré a personas que habían recibido la experiencia que yo buscaba.
El primer “Aleluya” que escuché en esa pequeña reunión hizo eco en mi corazón. Sabía que esas personas tenían lo que mi corazón intentaba encontrar. Le conté a la persona que estaba a cargo de la reunión cómo Dios había salvado mi alma cuando yo había sido una infiel, cómo me sacó del salón de baile y forjó tan maravilloso cambio en mi corazón. Le conté que mi carruaje, que antes usaba para sacar a pasear a mis amigos, se había convertido en transporte para llevar alimento y ropa a los pobres. Le conté que visitaba las cárceles y barrios pobres. “Pero”, le dije, “mi necesidad de Dios no acaba, y no termino de encontrar lo que necesito para satisfacer mi corazón”. Me miró con toda franqueza y dijo, “Hermana, el tuyo es un caso de salvación maravilloso, pero necesitas ser santificada”.
Cuando salí de allí ese día, lo único que me preguntaba era, ¿Podré recibirla algún día? ¿Podré recibir esa maravillosa bendición en mi alma que he necesitado por tanto tiempo? Busqué a Dios y leí la Biblia cada vez que mis obligaciones me lo permitían. Me consagré y reconsagré. Me arrodillé en reverencia en casa, me habría arrastrado por el piso de ser necesario, para llegar al lugar en el que Dios me daría la experiencia que le ha dado a esa gente.
Ese viernes en la tarde en la misión, el predicador dejó de predicar y dijo, “Alguien en este lugar quiere algo de Dios”. Aparté las sillas que tenía frente a mí y caí en el altar, y allí descendió el fuego y Dios me santificó. ¡Fue maravilloso!
Mientras regresaba a casa en el tranvía esa noche, no sabía si caminaba sobre el piso o en el aire, y no me importaba. Cuando llegamos a una calle, el conductor parecía exclamar, “¡Alaben al Señor!” Y en la siguiente calle, “¡Gloria a Dios!” Me preguntaba cuál sería mi calle. Y cuando llegamos allí, escuché “¡Aleluya!” Dije, “¡Ésa es mi calle!” Fui a casa y extendí las manos y exclamé, “¡El Señor me santificó!” Aparentemente, lo único que pude decir por días fue, “¡El Señor me santificó!” La había buscado en todas partes y finalmente Dios me había dado esa gloriosa experiencia.
Entonces me llenó una gran necesidad del bautismo del Espíritu Santo y fuego. Dios me mostró que mi corazón era limpio y que el Espíritu Santo sólo podía venir a vasijas limpias. Me consagré de nuevo, cada vez más profundamente, y busqué el poder para decir al mundo las grandes cosas que Dios había hecho por mí. Seguí buscando hasta el viernes siguiente.
Cuando me senté en mi silla en la misión, el Espíritu Santo descendió del Cielo y un sonido parecido a un poderoso viento veloz llenó el recinto. Mi boca, que lo único que había hablado era inglés, comenzó a magnificarse y alabar a Dios en chino. Se encontraba presente un chino Cristiano y cuando vino y se detuvo ante mí, exclamó, “¡Mujer china blanca!” El poder de Dios estremeció mi ser y ríos de alegría y de amor divino inundaron mi alma. Fue maravilloso, pero la alegría más grande que sintió mi corazón se debía a que había recibido el poder de dar testimonio a las almas perdidas, de que ellas también podían encontrar a Jesús.
Tuve muchas aflicciones en mi cuerpo, pero nunca pensé en orar por la curación de mi cuerpo hasta que Dios me bautizó con el Espíritu Santo y fuego. Usé lentes durante años. Tres ataques de meningitis espinal a temprana edad dejaron mi cabeza y mis ojos tan afectados que nunca pude librarme de los lentes. Fui a la misión esa tarde y conté las cosas maravillosas que el Señor hizo por mí. Mientras oraban, el poder curativo del Hijo de Dios fluyó a través de mí y mi visión se hizo perfecta.
Por muchos años sufrí de un problema pulmonar, pero Dios me sanó. Estaba delgada, enferma, desecha en todas partes de mi cuerpo, pero cuando entregué al Señor todo lo que tenía y con fe simple e inocente oré para recuperar mi salud y dar testimonio de Dios en este mundo, los canales de la curación comenzaron a fluir.
Cuando reposaba en mi cama por las noches, abría mi alma a Dios y cada canal de mi vida a corrientes celestiales que parecían fluir por cada fibra de mi ser. Cada vez que despertaba, renovaba mi consagración y le decía a Dios que Él sabía que mi corazón y mi vida estaban en Sus manos. Él sabía que todo lo que yo tenía o podía esperar tener estaba a Su servicio. Todo lo que yo le había dado en las profundas consagraciones que me pidió cuando yo buscaba mi santificación y bautismo estaba en el altar y era Suyo. Yo sabía que todo lo que Él me había dado no era mío, sino que me lo había prestado, porque era Suyo.
Siendo aún una jovencita, me caí de un carruaje sobre un tronco astillado y como consecuencia por cierto tiempo estuve cerca de la muerte. Más tarde, tuve que ponerme un soporte ortopédico con tirantes y una chapa de metal por causa de esa herida y no había podido caminar por once años sin ese soporte. Una noche, hicieron la oración de fe por mí y Dios me sanó en el acto. Caminé veintitrés cuadras esa noche, sin ningún dolor. Y desde ese día, nunca he tenido un resto de dolor a causa de ese problema.
La curación de mi cuerpo fue completa. Una enfermedad interna, que según los médicos no podía curarse sin ser operada, sanó completamente. Y enferma de pies a cabeza, fui sanada a través de la Sangre de Jesús. El Cristo del Calvario tocó mi cuerpo y me hizo completa.
Hoy, más que nada en el mundo, prefiero tener el poder de Dios en mi alma para mostrarle a Dios a las almas perdidas, a las almas que lidian con la embriaguez, el crimen, la vergüenza y el pecado del peor tipo. ¡Oh, cuánto alabo al Señor! ¡Cuánto lo adoro por Su gran amor hacia mí! He encontrado un verdadero Amigo, Su nombre es Jesús.
Florence Crawford fue la fundadora de la Misión de la Fe Apostólica en Portland, Oregon. Después de ser salvada y de recibir experiencias más profundas en la Reavivamiento de la calle Azusa en Los Angeles a principios de siglo, se convirtió en una líder valiente cuyo mensaje y servicio llegó a vidas y a corazones de todo el planeta. Dirigió la obra de la Iglesia de la Fe Apostólica desde 1907 hasta su fallecimiento el 20 de junio de 1936.