Estoy agradecida de que tuve el privilegio de escuchar la maravillosa historia de Jesús y Su poder para salvar a toda clase de personas. No fui criado en un hogar Cristiano. No vivíamos cerca de donde pudiéramos asistir a la iglesia, y nosotros cuando niños nunca fuimos enviados a la escuela dominical. El pecado había hecho a nuestro hogar miserable e infeliz, y yo no sabía lo que eran la paz y la alegría.
Mi padre gastaba su tiempo y una gran parte de su dinero en salones de apuesta y tabernas. En aquellos tiempos mi padre era alguacil en un pequeño pueblo minero en Arizona, Estados Unidos, donde vivíamos entre gente de clase dura. Él se mezclaba con ellos y pronto comenzó a quedarse fuera noche tras noche. Salía del pueblo por días, no diciéndole a mi madre dónde estaba. Continuó yendo de mal en peor hasta que ella dijo que simplemente no podía tolerarlo más. El divorcio parecía ser la única respuesta, y planes fueron hechos para ponernos a nosotros los niños en diferentes lugares para nuestro cuidado.
Yo era el mayor de cuatro niños, y aunque tenía tan sólo nueve años, traté de ayudar a mamá a soportar sus cargas. Nuestra casa era tan infeliz que estropeó mi niñez. Mi madre no conocía al Señor, no sabía cómo vaciar sus cargas en Él; y así, por supuesto, tampoco podía decírmelo. Creo que hubo veces en que ella oró, pero no sabía cómo hacer que llegaran sus oraciones.
Un día recibimos una revista de la Fe Apostólica que alguien nos envió a cientos de kilómetros a nosotros. Leí la revista, y entonces me senté pensando en ella. Un testimonio hablaba sobre un hombre que había llevado una vida de pecado, y recuerdo haber pensado, “Eso es tal como Papá”. Entonces leí otro testimonio de una mujer que decía que estaba con el corazón roto y temerosa de confiar a Dios a sus hijos, y pensé, “Eso es tal como Mamá”. Esas personas contaban cómo habían encontrado al Señor, y decían que eran felices sirviendo a Dios.
Me mantuve pensando acerca de lo que había leído; y esa noche, al acostarme, me arrodillé y oré. No dije nada en voz alta, pero tan sólo levanté mi corazón hacia Dios y le dije que quería lo que había leído. Quería que el Señor hiciera a nuestro hogar feliz. No había nada de emoción y nadie que me ayudara a orar; pero escuché al Señor llamarme. Le di mi corazón, y ¡Él hizo tan maravilloso cambio! Paz y alegría inundaron mi alma.
Cuando me fui a dormir tuve un sueño maravilloso. Nunca había leído la Escritura que habla acerca del Juicio del Trono Blanco, pero en mi sueño lo vi. Más tarde en la vida, leí sobre él en la Biblia, y mi sueño era tan parecido a esa descripción.
Vi al Señor en medio de una multitud. Había personas de todas las edades y nacionalidades. Tan lejos como podía ver sólo había un gran mar de humanidad. El Señor estaba ahí con blancas y ondeantes túnicas. Su semblante era dulce a aquellos que podían ver hacia Él, pero algunos escondían sus rostros porque el brillo era demasiado intenso.
Había una enorme grieta en la tierra, como un golfo, y humo ascendía de un gran hoyo en el suelo. Al otro lado estaba el diablo, y parecía estar esperando a aquellos que el Señor rechazaría. Una escalera transparente subía al Cielo, y en esta escalera había ángeles flotando. Mientras las personas se paraban frente al Señor, cada uno era juzgado, y eran o aceptado o rechazado. Tan sólo parecía ser una inclinación de la cabeza del Señor o una sonrisa que decía.
Cuando mi turno llegó, el Señor sonrió y me señaló que fuera con los ángeles, pero no fui. Me escondí a Su lado en los pliegues de Su atuendo, y esperé hasta que mi padre vino ante el Señor. ¡Él fue rechazado! Comencé a tirar de las prendas del Señor y le rogué que por favor salvara a mi padre. Hasta ese momento el Señor parecía no haberme notado, pero volteó y me sonrió y dijo, “¡Dile a tu padre que se prepare!” Ese fue el fin de mi sueño.
La mañana siguiente Papá vino a casa. Había pasado dieciséis horas en la mesa de apuestas; y aunque estaba borracho, me escuchó. Estoy segura que mi rostro estaba brillando mientras me mantenía ahí y le contaba de ese sueño y que el Señor me había salvado. No sabía bien cómo llamar a la salvación, pero sabía que había recibido aquello sobre lo que había leído, y eso fue lo que le dije.
Mi padre se dio cuenta de que Dios estaba hablando a través de mí, y dijo, “¡Oh Dios, si eres Tú hablando por medio de esta niña, Te daré mi vida!” Cayó sobre la cama y comenzó a orar desde su corazón a Dios. El Señor lo salvó esa mañana, y ésa fue la última vez que vino a casa en una condición de embriaguez.
En los meses que siguieron, no tuve instrucción espiritual excepto de las revistas de la Fe Apostólica que nos eran enviados. Los leería e iría solo a orar. Siempre, ese sueño quedó conmigo, y la memoria de la maravillosa experiencia que el Señor me había dado.
Después de que fui salvado, quise unirme a una iglesia, así que comenzamos a ir a una pequeña iglesia donde algunas personas sostenían reuniones. Quería ser bautizado, pero era contra las reglas de esa iglesia bautizar a niños antes de que tuvieran doce años. El ministro vino a nuestro hogar para preguntar sobre eso, y le dije sobre mi sueño y de cómo Dios me había salvado. Él comprendió que yo sabía lo que quería, así que me bautizó.
Cerca de tres años después de mi salvación, mi familia se mudó a Portland, Oregon, Estados Unidos, para servir a Dios entre la gente de la Fe Apostólica. Mi padre había sufrido de tuberculosis en la columna por siete años, y había pasado por tres operaciones. Le fue dicho que nunca quedaría bien, pero cuando vinimos a Portland oraron por él, y Dios instantáneamente lo curó. El Señor realizó cosas maravillosas en nuestro hogar. Mis padres vivieron vidas Cristianas por muchos años antes de que el Señor los llevó al Cielo.
Estoy agradecida que tuve el privilegio de darle al Señor los mejores días de mi vida. Él me ha dado paz y contentamiento a través de los problemas de la vida. Puedo decir que hay poder en el Evangelio para mantener a una joven feliz y satisfecha.